El arrepentimiento se asentó como una piedra en su pecho. Recordaba cómo su orgullo había sido una muralla que impidió que mostrara sus verdaderos sentimientos, cómo sus palabras duras habían construido una prisión de resentimiento entre ellos.
Por Ehab Soltan de El diario de Clara y Alejandro
Hoylunes – Alejandro se sentía atrapado en un laberinto de sombras. La luz del día apenas lograba atravesar las cortinas pesadas de su habitación, pero incluso si lo hiciera, no habría iluminado la oscuridad que lo envolvía por dentro. El motivo de su tormento tenía un nombre: Clara.
Cada rincón de la casa le recordaba a ella. El sofá donde solían sentarse a charlar hasta altas horas de la noche, la cocina donde Clara preparaba sus comidas favoritas, la cama que ahora parecía un desierto frío y vacío. La había perdido, y el peso de su ausencia era más de lo que Alejandro podía soportar.
Todo comenzó con pequeños desacuerdos, esos momentos insignificantes que, con el tiempo, se convirtieron en grandes abismos. Alejandro no podía recordar el punto exacto en que las discusiones pasaron de ser diferencias leves a combates verbales llenos de veneno y reproches. Clara se había vuelto el objetivo de sus frustraciones, y sus palabras, lanzadas en ataques de ira, eran las flechas que la herían profundamente.
Una noche, después de una disputa especialmente dolorosa, Clara empacó una maleta pequeña y se fue. Alejandro, con el orgullo aún hirviendo, no hizo nada para detenerla. «Ella volverá», se decía a sí mismo, creyendo que sus palabras habían sido meras chispas en un fuego pasajero. Pero Clara no volvió.
Los días se convirtieron en semanas, y Alejandro comenzó a darse cuenta de la magnitud de su error. Clara no estaba allí para ofrecerle su sonrisa cálida, su risa contagiosa, o su apoyo incondicional. La casa, que antes era un hogar lleno de vida, ahora era una cáscara vacía, resonando con la ausencia de Clara. Las tiendas de comestibles, donde antes compraban juntos, ahora eran lugares de tortura donde veía parejas felices, recordándole lo que había perdido.
Se encontraba en la cocina una noche, mirando la vieja cafetera que Clara adoraba, cuando las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. «¿Por qué está prohibido?» se preguntaba en voz alta, su voz rota y temblorosa. «¿Por qué no puedo mostrar mi miedo frente a mi amada y controlar mis lágrimas?»
El arrepentimiento se asentó como una piedra en su pecho. Recordaba cómo su orgullo había sido una muralla que impidió que mostrara sus verdaderos sentimientos, cómo sus palabras duras habían construido una prisión de resentimiento entre ellos. Ahora, solo, en la penumbra de su arrepentimiento, entendía el valor de lo que había perdido.
Las noches eran las peores. Se tumbaba en la cama, sintiendo el frío de la ausencia de Clara a su lado. Sus pensamientos volvían una y otra vez a sus errores, a las oportunidades desperdiciadas para arreglar las cosas antes de que fuera demasiado tarde. «Me muero por dentro… y lloro por mi situación,» murmuraba al aire, esperando que el universo le ofreciera una segunda oportunidad que sabía que no merecía.
Un día, impulsado por la desesperación y el deseo de redimirse, decidió escribirle una carta a Clara. En ella, volcó su corazón, confesando sus errores, su dolor y su arrepentimiento. Le pidió perdón, no con la esperanza de recuperarla, sino con la necesidad de liberar su alma de la carga de la culpa.
La envió sin esperar una respuesta. Sabía que tal vez nunca obtendría el perdón que buscaba, pero al menos había dado el primer paso hacia la expiación. Mientras cerraba el sobre, una lágrima cayó sobre la tinta, emborronando ligeramente sus últimas palabras: «Mi corazón volverá a ser como solía ser si me das una oportunidad.»
Los días pasaron lentamente después de eso. Alejandro seguía viviendo, un día a la vez, tratando de encontrar la redención en pequeños actos de bondad, esperando que, algún día, pudiera perdonarse a sí mismo por el daño que había causado.
Una mañana, semanas después, encontró una carta en su buzón. El corazón le latía con fuerza mientras la abría, reconociendo la letra delicada de Clara. En su breve mensaje, ella le decía que había recibido su carta y que apreciaba su sinceridad. No prometía volver, pero le ofrecía algo igual de valioso: su perdón.
Alejandro se sentó en el suelo de su sala, sosteniendo la carta contra su pecho. Era un pequeño rayo de luz en su oscuridad, una señal de que, aunque su relación con Clara no pudiera repararse, había esperanza para su alma. Y con eso, Alejandro comenzó su viaje hacia la sanación, con el limonero en su terreno como testigo de su esfuerzo por redimirse y crecer.
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