Cuando el arte abandona el museo para habitar la inmediatez digital y convertirse en espejo, denuncia y memoria colectiva.
Por Claudia Benitez
HoyLunes – No es nuevo para nosotros ver cómo el arte ha encontrado en lo digital y en las redes sociales un territorio fértil para expandir su lenguaje, romper fronteras y reinventar la relación entre creador y espectador.
La irrupción de plataformas como Instagram, TikTok o YouTube entre tantos medias, ha convertido al artista en un viajero de lo inmediato, capaz de lanzar su voz y ser escuchado en el mundo en un solo destello. La obra ya no espera en el silencio de un museo: ahora se desdobla, se fragmenta y se multiplica en pantallas y dispositivos, como un eco que busca resonar en miles de miradas.
Este fenómeno abre territorios nuevos: video-arte que fluye como un río digital, performances que laten en streaming, ilustraciones que germinan en la piel luminosa de una pantalla, intervenciones interactivas que convocan al espectador a ser parte del gesto creador. El arte se hace denuncia, herida y también voz; se vuelve un espejo que devuelve las violencias de nuestro tiempo.

El arte digital, con su propia materia hecha de velocidad y luz, juega con la inmediatez y la viralidad. Una ilustración que grita contra la violencia de género, una animación interroga la guerra, un espectáculo en vivo desnuda la represión: todos ellos pueden desplegarse como relámpagos y abrazar a miles de personas en cuestión de minutos. Su fuerza no descansa solo en el símbolo, sino en la repetición, en la reproducción, en el compartir, en la posibilidad de volverse emblema, bandera, memoria colectiva.
La trascendencia de la obra deja así de ser contemplación silenciosa para transformarse en conversación pública, en chispa que incendia debates, se confirma en tanto semilla de conciencia.
Las redes sociales, como plazas abiertas, permiten que la voz de un creador emergente resuene junto a campañas institucionales o expresiones anónimas y, en esa mezcla irreverente se desdibuja la frontera entre autoría y comunidad, entre opinión y concepto, entre arte y publicidad. Lo que surge es una constelación coral, un territorio compartido donde el arte es accesible a todos.
Frente a la violencia —física, psicológica, estructural o simbólica —, el arte digital se despliega en proporciones universales, con lenguajes sensibles y luminosos, capaces de tocar fibras profundas y cruzar fronteras invisibles. Sus formas hablan con la rapidez del instante, interpelando a públicos diversos en el idioma común de la emoción, compartida y generalmente efímera, debido al flujo incesante de nueva información.

Pero esta visibilidad es un cuchillo de doble filo: la abundancia de imágenes corre el riesgo de volver el dolor mercancía efímera, de transformar la denuncia en un grito fugaz, de convertir la certeza en engaño, todo marcado por el sello de lo inminente y decadente. Por ello, el verdadero desafío del arte digital no está únicamente en el impacto inmediato, sino en la capacidad de sostener narrativas que siembren memoria, cultiven reflexión y despierten una ética sensible frente a la realidad. La obra debe aspirar a más que un destello pasajero; debe latir como huella, abrir grietas en la indiferencia y, si es posible, encender la chispa de la acción colectiva.
Así, el arte digital y las redes sociales se erigen como trincheras del presente: territorios de resistencia donde lo estético se abraza con lo político, y donde la imaginación se alza como un arma luminosa contra el olvido y la indiferencia.

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