Un llamado urgente a desmontar el miedo, la violencia y la competencia desmedida para elegir, cada día, el camino de la paz y la empatía.
Por M.ª Pilar Rueda Requena
Hoylunes – Hace unos días nos sobrecogió la noticia de un joven que, con un disparo certero, acabó con la vida de otra persona. Este suceso causa estupor por su gravedad. A las pocas horas de este impacto, comienzan a surgir los “argumentos de descargo” y justificaciones que intentan explicar tan abominable hecho, situando al autor en un lado opuesto al de quienes lo difunden, ya sea por razones políticas, religiosas o de otra índole. Sin embargo, la realidad es muy distinta; existen indicadores preocupantes, como el consumo de videojuegos violentos y la fácil accesibilidad a las armas en un país donde su posesión está permitida. Las consecuencias de este acto no son visibles de inmediato, pero no solo se ha acabado con una vida ajena, sino también con la del propio autor y con la de toda su familia, quienes previsiblemente vivirán para siempre con un sentimiento de dolor y culpabilidad por no haber podido hacer las cosas de otra manera.
La actualidad imperante que vemos reflejada a través de los medios de difusión, es que cada persona o grupo de personas, usa gafas de diferentes colores: azul, rojo, morado…esto implica a priori que según la gama cromática la percepción de la realidad pueda ser diferente, con matices únicos. Sin embargo, si quitáramos las gafas, todas las personas miraríamos el mismo objeto, reflejado en nuestras retinas y compartiríamos una misma realidad física.

Este escenario nos invita a reflexionar: ¿por qué no conectamos con la mirada auténtica que reside en nuestro interior, en nuestro corazón y en nuestra esencia? La verdadera visión, aquella que trasciende interpretaciones y prejuicios, nos permitiría ver la realidad tal como es, sin filtros. Para ello, es fundamental reconocer nuestras emociones y el contexto en el que nos encontramos. Esto requiere empatía, apertura y una voluntad genuina por escuchar y comprender.
Lo que nos impide hacer eso se llama MIEDO e incapacidad, a reconocer nuestra responsabilidad indirecta como sociedad. Desde tiempos inmemoriales, las instituciones que han guiado el rumbo de la humanidad—ya sean políticas, religiosas o económicas—han tejido una compleja red de divisiones. Usando el antiguo lema «divide y vencerás», han fomentado una separación entre las personas, alentando la identificación con banderas, religiones, creencias e ideologías. Así, cada individuo se encuentra en un constante juego de lealtades, donde la pertenencia a un grupo a menudo se transforma en un motivo de confrontación con otros. Esta fragmentación no es solo un fenómeno social, sino un mecanismo de poder que impide la unidad y fortalece el control de aquellos que buscan perpetuar sus intereses. Por otra parte, para la persona genera un mecanismo de defensa, al sentirse “protegido” por los suyos, se encuentra en su zona de confort, negándose a sí mismo la posibilidad de pensar y decidir libremente, sin imposiciones.
En este contexto, el sistema capitalista ha acentuado la competencia como un pilar fundamental de la existencia. Desde una edad temprana, se nos educa en la idea de que debemos ser los mejores, sobresalir en todos los aspectos de la vida: en lo académico, en lo deportivo, en el ámbito laboral y social. Sin embargo, esta mentalidad se desarrolla en medio de un entorno donde otros son igualmente adiestrados para seguir el mismo camino de competitividad.
Esto convierte la vida en una lucha constante y salto de obstáculos, donde incluso el patio del colegio se transforma en un campo de batalla propicio para que germinen venganzas, exclusiones y burlas. En su forma más extrema, estas dinámicas dan lugar al bulling y al acoso escolar, manifestaciones del profundo miedo a ser superados, a que alguien eclipse nuestros logros o, simplemente, a la inquietud de no ser suficientes. Todo esto genera una realidad dual: vencedores y vencidos, víctimas y verdugos.

La pregunta que surge entonces es: ¿por qué no podemos sintonizarnos en la misma frecuencia? ¿Por qué no abrirnos a escuchar y comprender las diferentes perspectivas, y, además, aportar ideas creativas que beneficien a todos? Cuando logramos esa conexión genuina, podemos colaborar para mejorar el objeto, la situación o la realidad que compartimos, sabiendo que el beneficio será común.
Existen numerosos videojuegos dirigidos a adolescentes que incluyen elementos de violencia y combate. Algunos de los géneros más comunes son los juegos de acción con disparos en primera persona. La victoria se logra al eliminar al oponente; sin embargo, estos videojuegos no enseñan las consecuencias derivadas de tales acciones, las repercusiones en el entorno y, especialmente, cómo afecta a quienes actúan de esa manera.
¿Por qué no hablar de paz en lugar de guerra? En lugar de enfocarnos en ataques, muertes y en potenciar el círculo constante del miedo. ¿Por qué no promover videojuegos que transmitan valores humanos, donde la vida de cada persona tenga un valor específico y su destino esté marcado por experiencias valiosas que nos puedan aportar sabiduría y conocimiento? Porque, aunque a veces enfrentemos situaciones difíciles y crisis personales graves, debemos recordar que después del túnel siempre hay luz. Esa luz representa nuestra victoria sobre nosotros mismos y la capacidad de seguir adelante con esperanza y fortaleza.
Es esencial cuestionar estos sistemas y valores que nos fragmentan y nos apartan de nuestra esencia. Solo así podremos avanzar hacia una sociedad más justa, equitativa y pacífica, donde la verdadera victoria resida en el bienestar colectivo y el respeto por la diversidad.

En el núcleo de estas dinámicas se encuentra el anhelo de conexión, el deseo de ser vistos y valorados, y el temor subyacente a la vulnerabilidad. Detrás de la competencia y la división hay una necesidad innata de pertenencia, reconocimiento y amor. El verdadero desafío radica en encontrar formas de trascender estas divisiones y construir puentes en lugar de muros, fomentando una cultura de colaboración y empatía en lugar de una de confrontación
Se nos ha hecho creer que la competencia y el consumismo son los caminos hacia la felicidad, cuando en realidad, la verdadera paz se encuentra en reconocer nuestra interconexión como seres humanos, en elegir la armonía por encima del conflicto.
La paz no es un sueño distante, sino una elección diaria que podemos realizar en cada pequeño acto, en cada interacción y en cada pensamiento. En la actualidad, la desconexión entre la economía, las necesidades humanas básicas y las relaciones sociales refleja un conjunto de valores e intereses que priorizan la búsqueda de beneficios individuales y la competencia, en lugar de promover un sentido de comunidad, de solidaridad y cooperación.
La paz no se busca, la paz se da.

#hoylunes, #m.ª pilar_rueda_requena,
