Cuando la comunidad respira miedo: Crónicas de un desorden profundo

Un viaje al corazón oculto de la violencia: donde las ausencias hablan más fuerte que los disparos.

 

Por Claudia Benítez

HoyLunes – La historia de los conflictos sociales es tan antigua como la humanidad. En cada época hemos tratado de comprenderlos, reprimirlos, suprimirlos, negociarlos, a veces sobrellevarlos o, simplemente ignorarlos.

La sociedad es un ser viviente creado por millones de voluntades, tiene movimientos contradictorios entre creación y aniquilación, de encuentro y ruptura. Somos una constelación de sujetos que se interrelacionan, cada uno tratando de ajustar sus intereses personales a los colectivos. Sin embargo, vivimos días en la que los conflictos tradicionales suman una herida que duele con particular intensidad, las desapariciones cotidianas que aquejan nuestras comunidades son sombras que se llevan vidas, voces y futuros, antes de que podamos siquiera nombrar su ausencia.

Entre el deseo de futuro y la urgencia de sobrevivir.

Hay objetivos que la sociedad propone a los que muchos no logran acceder o identificarse, metas que parecen justas, pero cuyos caminos se vuelven inaccesibles frente a la urgencia cotidiana o al anhelo precipitado de “hacer riqueza”. En ese cruce de necesidades y aspiraciones, el bien común y el bienestar individual se entrelazan o se chocan. El esfuerzo personal se llena de sueños que buscan caminos para realizarse, a veces a favor de uno mismo, a veces en contra, a veces a costa de los otros, tratando de conciliar el bien común, con el bien individual.

La violencia vinculada al tráfico de drogas se revela como un problema persistente y profundamente arraigado en la sociedad. No es únicamente una expresión criminal; es una herida social que atraviesa países, ciudades, barrios, familias y trayectorias de vida, limitando el desarrollo y erosionando la confianza social.

Enfrentar esta realidad exige mirar más allá del delito: comprender los tejidos sociales, económicos y culturales que la sostienen.

Una de las mayores dificultades es la normalización de la violencia. Allí donde el Estado se ausenta o actúa de manera desigual, los grupos dedicados al narcotráfico ocupan el vacío y se apropian del territorio. Ofrecen ingresos inmediatos, promesas de éxito fulgurantes y una falsa protección. Para muchos jóvenes, la falta de oportunidades convierte esa ruta en una alternativa tentadora, aunque peligrosa. Así, las raíces del problema se hunden en necesidades profundas que no se resuelven con simples operativos policiales.

Las comunidades hablan incluso cuando el miedo intenta silenciarlo todo.

Las estrategias gubernamentales, suelen ignorar las lecciones del pasado y alimentan la desconfianza, repitiendo los mismos esquemas en todos lugares y épocas. Allí donde el dinero compra el poder y el miedo impone silencio, florecen la corrupción y la impunidad. La ciudadanía se retrae, la justicia se debilita y denunciar significa arriesgar la vida. El terror se vuelve un mecanismo de control que convierte a las víctimas en advertencias.

El tráfico de drogas —movido por la economía global de la oferta y la demanda— se enlaza además con el trafico de armas, creando un circuito de poder difícil de romper. El desafío es internacional tal como es el comercio, pero la cooperación entre Estados avanza con lentitud, atrapada en intereses políticos y económicos que, muchas veces, pesan más que la seguridad de las comunidades.

Esto convierte el problema en un desafío mundial, donde las soluciones requieren cooperación más allá de las fronteras. Sin embargo, la coordinación entre países suele ser lenta, compleja y condicionada por intereses políticos y económicos no solo institucionales sino y sobre todo personales que influyen en las decisiones estatales.

La esperanza se construye a pulso, en cada abrazo que sostiene a quienes no pueden más.

Para enfrentar eficazmente esta violencia, es necesario un enfoque integral. Esto incluye políticas públicas que fortalezcan la educación, generen empleo digno, promuevan la prevención mediante medidas medicas de salud mental, prevención de adicciones y reconstruyan la confianza en las instituciones.

También exige escuchar a las comunidades, entender sus miedos y reconocer sus propuestas, pues son ellas quienes viven diariamente las consecuencias del conflicto.

Es una obligación social abordar la violencia del narcotráfico, lo que implica la transformación de las estructuras que lo alimentan. No es un camino fácil ni breve, pero es un paso indispensable para construir sociedades más seguras, más justas y, sobre todo, más humanas, es la única manera de respetar sus víctimas y las innombrables vidas perdidas.

Claudia Benitez. Escritora.

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