La Sopera

Un tributo silencioso a quienes hoy lo han perdido todo en los incendios que devoran España.

Un relato sobre la fragilidad de la memoria, el duelo que dejan las llamas y el poder simbólico de una sopera que, contra todo incendio, resiste como último refugio de la vida, los afectos y la herencia familiar.

 

Por Nuria Ruiz Fdez

HoyLunes – Margarita se aferra a su sopera como si fuera lo único que le quedara en el mundo… y en realidad, lo es.

Un día antes, el calor era sofocante y ella preparaba una sopa de ajos. A su marido siempre le gustó ese toque de hierbabuena que añadía al final, como un soplo fresco en mitad del verano. El campo estaba seco, reseco, y Margarita sabía lo que eso significaba: si no había desbroce, si las cabras no pacían, el monte se volvía pólvora. Habían pasado demasiados veranos con el corazón en un hilo, rezando para que el fuego no devorara el monte.

Sacó la sopera del mueble del salón, esa que apenas usaba, y volcó en ella la sopa humeante. Cada vez que la tomaba entre las manos recordaba su boda: sencilla, sin fiesta excesiva, y el único regalo que permanecía intacto en su memoria. Su madre se la había dado entre sus manos, como quien pasa un secreto sagrado.

—Toma, hija. Esta sopera me la dio tu abuela —y a ella su madre—. Está un poco desconchada, pero esta sopera es toda nuestra vida en el campo. No lo olvides nunca.

Y Margarita la guardó como quien protege un secreto que atraviesa generaciones. Ayer, sin saber bien por qué, decidió usarla.

El comedor se llenó de aquel aroma de ajo y hierbabuena, y el humo de la sopa ascendió dibujando espirales, como si quisiera escribir en el aire la memoria de los suyos. El tintinear de las cucharas contra los platos le devolvió de golpe el recuerdo de la última comida con su madre: sorbiendo la sopa despacio, como si fuera un manjar único, y sonriéndole con la levedad de quien ya se está despidiendo. Luego, recostada en el sofá, le apretó la mano, sellando con ese gesto, un adiós silencioso.

Cuando el fuego devora todo. Fotografía: Vladimir Shipitsin

Pero el mediodía de ayer era distinto: el silencio olía a chamuscado. Por la ventana entraba un aire seco que raspaba la garganta. Margarita soltó la cuchara, salió a la puerta y lo vio: lenguas azules, ascuas encendidas, un humo oscuro trepando hacia las nubes.

—¡Dejadlo todo, el campo se nos muere! ¡Coged cubos de agua, no hay tiempo!
Las cucharas cayeron, la sopa se cuajó, y en segundos todo fue un caos asfixiante. Las llamas se abalanzaban imparables, uñas negras que arañaban los matorrales, y el agua desaparecía al contacto, como si el fuego bebiera antes que nadie.

—¡Deben marcharse, en unas horas esto será un infierno! gritaban los bomberos.
Margarita no escuchaba. Solo pensaba en la sopera, sola, abandonada dentro de la casa. Tenía que salvarla.

—​¿Dónde vas, mamá? ¿Estás loca?

—No, hija. Antes de irme tengo que recoger algo.

Su marido no intentó detenerla: la conocía, sabía de lo que era capaz y, en silencio, la comprendía. Entonces la vio correr hacia la casa, pero, antes de llegar, una lengua de fuego se precipitó implacable ​como un zarpazo sobre el techo. El humo la cegó, le llenó los pulmones, y los bomberos la arrastraron fuera, a la fuerza.

—¡Dejadme! ¡Dejadme morir en mi casa!

Nadie la escuchó.

Margarita con cenizas cayendo alrededor. Fotografía: Gabriel Mihalcea

La noche la pasó en el pabellón habilitado por el ayuntamiento, junto a su marido y su hija. El aire estaba cargado de lamentos y cenizas que volaban como pájaros huérfanos, posándose en el suelo, en las mantas, en los párpados cerrados.

Al amanecer, Margarita volvió a lo que quedaba de su casa. Caminó entre ruinas humeantes, entre vigas torcidas y olor a tierra quemada. Y allí, en medio del salón calcinado, la vio: la sopera. Manchada de brasas muertas, con los filos de oro brillando a dentelladas, seguía erguida sobre la mesa, como esperando ser salvada.

La sopera de Margarita es el corazón intacto de un hogar reducido a cenizas. Fotografía: F. Hektor

Las cámaras la enfocan: Margarita, con su sopera, sale en todos los telediarios. Es la imagen del incendio en las noticias. Y mientras los focos la rodean, ella no escucha nada. Llora. Su mirada se pierde en el horizonte que ahora es un cementerio de troncos negros, un mar inmóvil donde ya no canta ningún pájaro.

En sus brazos, la sopera pesa más que nunca, como si dentro conservara la memoria de los suyos, intacta frente al olvido. Margarita la aprieta contra su pecho: lo único que ha quedado en pie, lo único que aún resiste cuando todo lo demás yace convertido en polvo errante, esparcido por el viento, como un duelo interminable.

Nuria Ruiz Fdez, Escritora

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