La Sopera II: Orilla Amarga

Entre la ceniza y la sal, Margarita aprende que el dolor no siempre se entierra: a veces se queda en pie, vigilando desde una sopera.

Por Nuria Ruiz Fdez

HoyLunes – Margarita Lafuente y su familia abandonaron León como quien abandona a un animal herido, con llagas en las manos y cicatrices en el corazón que aún supuraban. Cuando llegaron a Algeciras, le pareció aterrizar en un país extranjero. Ella no dijo nada: agarró con fuerza la maleta con una mano y, con la otra, estrechó la sopera contra su pecho. Como si con ese gesto quisiera sentir el apoyo que le faltaba para seguir adelante.

La estación olía a sal y a aceite requemado. El aire del poniente era tan denso que parecía masticarse, y Margarita, mientras cargaba la maleta, pensó que le iba a costar adaptarse a esos nuevos vientos.

El primo lejano había cumplido: una casita encalada, de techos bajos y muebles justos, en Guadarranque. Por las paredes del patio, la dama de noche trepaba hacia el cielo. Pobre, pero digna.

El viaje desde León hasta Algeciras dejó cicatrices que ni el tiempo ni el mar podían borrar. Fotografía: KoolShooters

Allí reposarían los restos de sus vidas que traían consigo.

Lo primero que hizo al entrar fue dirigirse a la cocina y colocar la sopera en un estante. No hacía falta mirarla mucho: desde allí vigilaría como un testigo mudo.

Su marido empezó a apagarse desde el primer día. Le costaba respirar, la humedad le arañaba los pulmones. Margarita pensó que era el estrés provocado por la pérdida de la casa en el incendio; que la pena lo consumía, era hombre de pocas palabras; y que todo se le pasaría con la brisa del mar y el tiempo. El médico, después de meses de espera y pruebas espaciadas que solo alargaban la agonía, le dio los resultados. Margarita y su marido, agarrados de la mano, mudos, esperaban un milagro que no llegó: metástasis.

No quiso pasar sus últimos días en el hospital. Sentado tras las ventanas, con el sol cayendo en picado sobre los cristales, Mariano recordaba su vida en Palacios de Jamuz, su pueblo y el de sus antepasados, rodeados de animales y del verde del monte. Nada que ver con la espuma de las olas y el olor a salitre. Ahora, aquel pueblo estaba desolado por el incendio, y él se despedía de todos sus recuerdos.

Por las noches sudaba y temblaba, y ella, con un paño húmedo, le refrescaba la frente. Una madrugada lo supo: el final había llegado. Se sentó junto a él y le tomó su mano huesuda.
—No me dejes —le rogó ella.
Él intentó sonreír, un gesto leve, quebrado.
—Cuida de Lucía… —susurró con un hilo de voz—. Y no olvides vivir, aunque duela.
Después, el silencio. El silencio absoluto. Margarita apretó aquella mano hasta sentir el frío en la suya, y lloró con una rabia contenida, la misma que siempre la había sostenido.

El entierro fue pobre. Lucía, la hija, con sus dieciséis años, no entendía por qué la vida era tan cruel con ellos. Su padre había sido su tabla de salvación, su remanso de paz, su héroe. Estaba hecha un lío, odiaba al mundo, se odiaba a sí misma por no haber estado más tiempo a su lado, odiaba a su madre porque siempre era fuerte y distante con ella. No lloraba: se mordía los labios, se retorcía las manos. Días antes había empezado a chocar con su madre por todo, como si la pena se le hubiera convertido en pólvora. Al salir del cementerio explotó:

La sopera, testigo silencioso, guardaba más que recuerdos: custodiaba la fuerza de Margarita.

—¡Ya está bien, madre! ¡Nos trajiste a este maldito sitio para verlo morir!
—¡Lucía, respeta! —contestó Margarita, impávida por fuera, ardiendo por dentro.
—¿Respetar? ¿Qué? ¿Esta tumba de cal, este mar que no quiero? Yo no voy a quedarme aquí,
pudriéndome como tú.

Las discusiones se hicieron costumbre. En la cocina, en el patio, hasta en la playa.
—Aquí tenemos un techo —decía Margarita resignada—, aunque sea prestado.
—¡Un techo lleno de fantasmas! —le gritaba Lucía—. Tú no entiendes nada, madre. No quiero acabar igual que tú, abrazada a una sopera como si ahí estuviera toda la vida y no hubiera nada más…

Una noche de calma chicha, un portazo rompió el sonido del mar. Margarita salió asustada al salón y encontró sobre la mesa un papel doblado, con la letra temblorosa de su hija:
«Voy a buscar mi futuro. No me sigas. Déjame en paz».

El corazón se le cayó al suelo. Corrió hasta la playa, preguntó a los vecinos, pero nadie la había visto. En la orilla amarga solo halló la arena desierta, las olas que se tragaban las huellas y su pañuelo rojo, empapado y enterrado a medias. Lo recogió con manos temblorosas, lo apretó contra la cara y se quedó allí, con la mirada perdida en un paisaje que no reconocía y se permitió llorar, a solas, con calma, por su hija, por su marido, por su casa perdida, como si esas lágrimas fueran un lenitivo que nunca quiso utilizar para aplacar sus miedos. Pero Margarita no podía más, «si Lucía también se ha ido, ya no tiene sentido seguir».

En la orilla amarga, solo quedó el eco de unas huellas borradas por el mar y un pañuelo rojo como despedida. Fotografía: Ben Mack

Respiró el olor a sal y lágrimas, y se recostó hasta que el amanecer plomizo tiñó el horizonte.

Volvió a casa por la mañana, con los ojos hinchados, los labios cuarteados y el alma rota. La sopera seguía en su sitio, quieta en el estante, inmune al sufrimiento. Ella la miró como se mira a un secreto que lleva demasiado tiempo enterrado. Supo entonces que aquel objeto era lo único que no la abandonaba. Pero su hija, su sangre, estaba allá afuera, quién sabe dónde, y esa incertidumbre dolía más que cualquier incendio.

Continuará…

Nuria Ruiz Fdez. Escritora.

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