Un Paseo por las Calles Vacías de la Infancia Española

¿Creará la digitalización un estilo de vida diferente en el futuro, o seguiremos observando la erosión de lo que queda de la infancia urbana sin hacer nada para salvarla?

Por Ehab Soltan

HoyLunes – La tarde cae lentamente sobre Campanar, un barrio tradicional de Valencia donde las persianas bajan más despacio que los años. El sol calienta los ladrillos, tiñe las copas de los naranjos, y las sombras comienzan a estirarse sobre las baldosas. Una brisa fresca trae el olor de la cena en los hogares. Pero algo falta. Falta el estruendo desordenado de los niños, las voces agudas que corren detrás de una pelota, los chillidos que anuncian que alguien “la lleva”. Falta la infancia.

En una de esas calles, Pilar, de 42 años, mira desde el balcón mientras su hija Claudia sostiene un patinete y duda. Quiere bajar. Pero al mirar hacia la plaza, no hay nadie. Ni un solo niño. Claudia se gira, triste, y vuelve al salón, donde la espera una tablet y el eco de colores de las redes sociales, videogames, películas streaming, etc.

Pilar se queda allí un momento más. Recuerda su propia infancia en ese mismo barrio: las tardes interminables jugando al «bote-bote», las escondidas, el avión, la rayuela, los encantados, las canicas, el fútbol, las rodillas peladas, las carreras entre coches aparcados y farolas. Todo era más energía: las carreras de un lugar a otro, los brincos, etc. Todos terminaban empapados en sudor y la ropa sucia y, algunas veces dañada… pero más vivos; aunque al final del día, un buen baño lo borraba todo. Hoy, las aceras están impecables. Y vacías.

Free A young boy in a hoodie looks out a rainy window, creating a moody black-and-white scene. Stock Photo
Donde ya no juegan los niños

No fue de un día para otro. La desaparición de los niños de las calles fue un proceso lento, casi indetectable, como el deslizamiento de la arena entre los dedos. Primero llegó el tráfico. Luego, la vigilancia obsesiva. Más tarde, el miedo. Y finalmente, las pantallas. Poco a poco, las plazas se vaciaron de infancia y se llenaron de terrazas. Las aceras se angostaron. Las zonas de juego se cercaron. La libertad desapareció, sustituida por extraescolares, parques, clubes deportivos, clases de refuerzo y un algoritmo de entretenimiento que no deja espacio para el aburrimiento.

En Valencia, como en tantas otras ciudades españolas, esto es ya una realidad consolidada. Según datos del Observatorio de Infancia y Sociedad de la Generalitat Valenciana, el 73 % de los niños entre 6 y 12 años no juega regularmente al aire libre sin supervisión adulta. En los años 80, esa cifra no superaba el 10 %.

“Nos da miedo”, confiesa Javier, padre de dos hijos en Benimaclet. “Aunque el barrio sea tranquilo, aunque no haya ningún caso real de peligro… preferimos tenerlos en casa. No sabes si pasará algo. Y además, ¿con quién jugarían? Ya no baja nadie”.

Esa última frase es reveladora. Porque no se trata solo de miedo a lo externo, sino de la pérdida de lo común. El niño en la calle no quiere estar solo. Quiere tribu. Y la tribu ha desaparecido.

Free A young girl looks out a large window, surrounded by artistic wall decor. Stock Photo
La desaparición de la infancia libre

En otro rincón de la ciudad, en El Cabanyal, Rosario, de 78 años, se asoma desde su silla a la puerta de casa. Mira una plaza rehabilitada que, pese a su diseño moderno, está vacía. “Antes esto era un griterío”, cuenta. “Los niños jugaban hasta que se encendían las farolas. Ahora lo único que se oye son patinetes eléctricos y el repartidor de comida rápida».

Las calles han sido diseñadas para adultos. Para moverse rápido, para consumir rápido, para no quedarse. El mobiliario urbano se ha hecho funcional, no acogedor. Bancos de metal al sol. Zonas de juego repetidas, encajonadas, anodinas. Calles más rectas, más limpias… menos vivas.

“Los niños necesitan lugares imperfectos”, explica Marta Román, especialista en urbanismo infantil. “Rincones para esconderse, desniveles para saltar, esquinas para imaginar. La ciudad moderna no les deja espacio para lo imprevisible”.

Y no es solo una cuestión estética. Está en juego algo mucho más profundo. La autonomía, la imaginación, la socialización. La calle es —o era— el primer espacio donde los niños tomaban decisiones sin adultos, donde aprendían a negociar, a caer y levantarse. Al quitarles ese entorno, no los protegemos: los empobrecemos.

Free A young girl gazes thoughtfully out of a window, indoors during the day. Stock Photo
¿Qué perdemos cuando los niños ya no juegan en la calle?

Lo más doloroso es que nadie lo denunció. Nadie puso un cartel que dijera: “Se cierra el patio más grande del país.” Sencillamente, dejamos de verlos. Y como casi todo en la infancia, su ausencia pasó desapercibida. Hasta ahora.

Porque hay síntomas. En aumento. Más ansiedad infantil. Más obesidad. Más dificultades para resolver conflictos sin intervención adulta. Más dependencia tecnológica. Más sedentarismo. Y menos felicidad.

Según el informe PISA de bienestar (OCDE, 2023), los adolescentes españoles declaran sentirse «más solos, menos optimistas y más estresados» que hace una década. Aunque sus casas están llenas de tecnología, «su experiencia del mundo se ha vuelto más reducida que nunca».

«No es que los niños de hoy no sepan jugar», dice Toni, educador en un colegio de Valencia. “Es que no tienen tiempo, ni e spacio, ni permiso”.

La pérdida es doble: de los niños y del vecindario. Porque la infancia no solo era el alma del hogar, sino también del barrio. Cuando un grupo de niños jugaba en una calle, esa calle era más segura, más comunitaria, más humana. Había ojos vigilando desde las ventanas. Había vecinos saludándose. Había ruido, sí, pero también conexión.

Hoy, sin ellos, los barrios se convierten en zonas de paso. Gente que entra y sale sin mirarse. Un reparto de Amazon. Unos cascos puestos. Un silencio que pesa.

Y sin embargo, algo se mueve. En ciudades como Pontevedra, se ha devuelto el espacio a las personas —especialmente a los niños— eliminando coches del centro. En Vitoria y Barcelona, se ensayan “supermanzanas” y rutas escolares seguras. En Valencia, hay tímidos intentos de recuperar la ciudad como un lugar vivible y no solo funcional: calles pacificadas, pequeños parques que huyen del diseño convencional, iniciativas vecinales que invitan a los niños a salir… pero es una carrera contra el tiempo.

Free A mother oversees her children using a tablet, emphasizing safety and supervision in digital media use. Stock Photo
La infancia que ya no se oye

Porque la cultura de la infancia libre no se impone: se contagia. Hace falta que un niño baje a jugar. Que otro lo vea. Que baje también. Que la madre del segundo confíe. Que el vecindario aguante el ruido. Que todos recuerden que el grito de un niño corriendo no es una molestia: es una celebración.

Pilar, desde el balcón, mira a su hija en el salón. Piensa si vale la pena. Si Claudia bajara, ¿quizás otra madre se animaría también? ¿Quizá un día, dos o tres niños recuperarían la plaza?

“Es triste pensarlo, pero a veces creo que estamos criando hijos para un mundo sin calle”, dice.

Y entonces, se pregunta —como nos preguntamos todos—:

¿Creará la digitalización un estilo de vida diferente en el futuro, o seguiremos observando la erosión de lo que queda de la infancia urbana sin hacer nada para salvarla?

Tal vez aún no sea tarde. Tal vez la calle aún conserve el eco de sus juegos, esperando a que alguien vuelva a correr sobre ella.

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