Un descenso al sótano del miedo, donde las certezas se agrietan y la verdad late bajo la madera húmeda.
Por Nuria Ruiz Fdez
HoyLunes – La casa respiraba en silencio. El viento del Estrecho arañaba las persianas con un aullido largo. Margarita se había acostado hacía ya un rato, aunque Youssef intuía que no dormiría. Él tampoco.
Esperó a la madrugada. Se acercó a la puerta del dormitorio de Margarita y escuchó su respiración acompasada, «ya está dormida, ahora puedo bajar».
Pasó por delante de la mesa de la cocina, la loza antigua de la sopera crujió en el silencio de la noche y Youssef se paró. La sopera volvió a crujir y el joven comenzó a sudar, «¿de dónde viene ese ruido?», cogió un cuchillo del cajón de la encimera y esperó, escondido detrás de la puerta de la cocina, a ver quién andaba por la casa. Cuando el crujido volvió a sonar, lo identificó, «¿la sopera?, ¡no puede ser que me esté pasando esto a mí!». Salió de detrás de la puerta con cautela. Iluminado solo por la claridad de la luna que traspasaba la ventana, se acercó a la mesa. Agudizó el oído de nuevo y lo escuchó. El crujido era como el gemido de un niño, corto e intenso, «¿pero qué…?».
Soltó el cuchillo y con las dos manos agarró la sopera, como si con ese gesto intentara acallarla.
—¡Aaah! —Youssef reprimió un grito.
La sopera ardía como si la hubieran llenado de sopa caliente en ese mismo instante. Abrió la tapadera y «¡está vacía…! ¿Cómo puede ser?». Youssef se frotaba las manos, no sentía las yemas de los dedos, «lo mismo, Margarita se ha levantado antes y se ha tomado lo que quedaba de sopa… no sé…». Una gota de sudor frío le recorrió la frente y le entró en un ojo. Se restregó el párpado, llenó sus pulmones de aire que exhaló con fuerza, como para querer espantar a los fantasmas de su cabeza y, sin más, se dirigió a paso lento hacia la puerta del dormitorio. Los ronquidos lo convencieron de que seguía dormida. Se relajó con un suspiro corto.
Volvió a la cocina, la luna reflejaba tonos azulados sobre la sopera, «parece que me observa… parece que respira… imposible… son imaginaciones mías…». Intentó despejar esas ideas con un movimiento de cabeza, y sin mirar atrás, se fue casi de puntillas, para no hacer ruido, hacia la puerta del zulo.
Youssef tragó saliva y abrió la trampilla. Otra gota de sudor le llegó hasta la comisura del labio. Se limpió con la manga de la sudadera. Bajó las escaleras con la linterna del móvil entre los dedos. La luz temblaba igual que su pulso.
La sopera, desde la repisa, parecía observarlo. Ese brillo tenue en el esmalte… como un latido.
Como si también ella supiera.

El olor golpeó su pituitaria: humedad vieja, madera hinchada, tierra removida. Un aire denso, casi espeso. Bajó los escalones despacio, sintiendo bajo sus pies el peso de cada decisión tomada hasta llegar a ese punto.
El sótano era una habitación rectangular, con paredes desconchadas. Dos de ellas estaban cubiertas por enormes cajas de madera, tapadas por telas gruesas de color zaino, por las que se desprendían un olor dulzón y mareante. La luz del móvil dibujó sobre ellas sombras largas, monstruosas. Desechó la idea de comprobar el material que había debajo. Lo sabía, el Moreno se lo había contado, y no le interesaba lo más mínimo. Youssef entonces buscó el tubo “de latón, un cilindro escondido”, repitiéndose mentalmente las palabras del Moreno.
Empezó a revisar detrás de las cajas, luego debajo de una mesa coja con manchas de pintura antigua, siguió tanteando el suelo. Nada. Avanzó hacia el fondo, donde había unas tablas apoyadas contra la pared. Las levantó, y un golpe de aire le erizó la piel. Allí, detrás, vio un hueco oscurecido en la pared y dos ladrillos sueltos.
El corazón se le disparó.
—Alá me ampare… —susurró.
Metió la mano en el hueco, tanteó. “Si este tubo no está, la vida de Lucía correrá peligro…” las palabras del Moreno no le dejaban pensar en otra cosa. Un escalofrío le trepó por la nuca. Al principio solo tocó polvo y telarañas. Luego, algo duro. Redondo. Frío. Lo sujetó y tiró despacio. Un tubo metálico salió de la sombra, con una capa espesa de óxido y un cierre de rosca deformado por el tiempo. Pesaba más de lo que imaginaba.
Youssef se quedó quieto un segundo, escuchando el silencio. Aunque sabía que ese silencio podía romperse con cualquier paso en la escalera, con cualquier golpe de viento, con cualquier mala decisión.
Youssef tragó saliva. El corazón se le detuvo un instante.
—Los papeles —murmuró—. Están aquí.
La linterna parpadeó y las sombras del sótano se tensaron, como si respiraran. De repente, un golpe seco arriba. Un crujido. Youssef se quedó inmóvil con el tubo en la mano. El corazón bombeaba como si quisiera salir del pecho.
Otra pisada.
Otra. Más cerca.
«¿Margarita? ¿O alguien que viene a lo mismo que yo? ¿O alguien peor?».
Apagó la linterna de golpe. El sótano quedó sumido en la oscuridad más absoluta. Se pegó a la pared, conteniendo el aliento. La puerta del sótano emitió un chirrido leve, casi imperceptible… pero suficiente para que las gotas de sudor se le congelaran en las mejillas.
Una voz susurró desde arriba.
Era la voz cansada, ronca, de Margarita.
—¿Yus…? Sé que estás ahí.
El aire se volvió afilado. Youssef apretó el tubo contra su pecho.
La voz volvió, esta vez más cerca del borde de la escalera.
—¿Qué es esto? Voy a bajar —Youssef tomó aire por la boca y la cerró. Sus pulmones se llenaron.
Cuando llegó abajo, alumbró las cajas, las telas que la cubrían, la mesa coja y a Youssef con algo escondido entre sus manos y con los ojos muy abiertos, parecía una momia recién descubierta, estaba pálido.
—Yus, ¿qué escondes?, ¿desde cuándo está aquí?, ¿y ese olor?… —las preguntas se atropellaban en su boca sin dejar de alumbrarlo.
—Subamos —dijo exhalando el aire que tenía retenido—. Te lo explico todo.
Juntos subieron a la cocina, donde la sopera vibraba levemente sobre la mesa. Margarita la miró, sin sorprenderse, como si aquel viejo recipiente estuviera transmitiéndole algo que solo ella podía entender. Se sentaron delante, apoyados sobre la mesa.

Youssef comenzó a relatar, nervioso, con rapidez:
—Que el Moreno, que el llanito, que … —y todo lo que había ocurrido—. Que mi hermano está retenido en Tánger, que no tuve más remedio que engañarte para proteger a Lucía… y que creo que tu hija está raptada en Gibraltar.
Mientras hablaba, Youssef se tapaba la cara con las manos, bajaba la cabeza, se tocaba el pelo, pero no se atrevía a mirarla a los ojos.
Margarita lo escuchó en silencio. Un calor extraño le subió al pecho, un aviso, un impulso que parecía decirle algo. De pronto, la frase de Lucía por teléfono cobró sentido: “Soy fuerte como una roca, tú eres mi faro y el miedo está alto”.
Supo, por un instante de claridad, que podía localizarla. Que podía ir a Gibraltar al día siguiente y recuperar a su hija.
—Dame esos papeles, yo se los daré a quien se los tenga que dar. —Y le tendió una mano firme.
—No puedo, Margarita, el Moreno está esperando que le haga una perdida al móvil, para confirmarle que lo tengo y vendrá a recogerlo.
—Tú hazle la perdida esa, pero dile que hasta mañana por la tarde no se lo puedes dar, que está a buen recaudo contigo, que me has tenido que llevar al Punta Europa porque me he puesto malísima.
—Pero…
—Ni pero ni peras, me das ese cilindro ahora mismo y haces lo que te digo, sin rechistar. Ahora decido yo.

La sopera chispeó ligeramente, y Margarita la miró con reverencia, como quien recibe una señal.
—Mañana… iremos a buscar a Lucía —dijo con voz firme.
Continuará…

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