En un café de mesas de mármol y paredes llenas de literatura, el encuentro fugaz con unos jóvenes escritores devuelve al narrador la chispa que lo unió a las letras: el amor genuino por la creación, la amistad sin envidia y el deseo puro de escribir por el simple placer de hacerlo.
Por Jorge Alonso Curiel
HoyLunes – Ocurrió durante la pasada Navidad. Esa tarde paseaba por el centro de la ciudad, solo, bien abrigado con guantes, bufanda y gorra. Disfrutaba del espectáculo iluminado de las calles, unas calles atestadas de personas, en un devenir casi frenético. No me gusta la Navidad, ni el frío, cada año los soporto menos, pero este ambiente tan entrañable no deja de tener su magia y su encanto; sobre todo por contemplar las sonrisas y las caras de los niños que parece que son los únicos que creen ya en el poder reconciliador de estos días y lo disfrutan con toda la ilusión que puede caber en un universo.
En un momento tuve ganas de tomar un café caliente, de entrar en calor. Así que me metí en un Café cercano al teatro Calderón, en uno de los pocos locales de la ciudad con mesas de mármol y con decoración aún de principios del siglo XX. Es un lugar muy literario, con cuadros de escritores que llenan las paredes. Ahí están Valle-Inclán, Antonio Machado, Cela, Rosa Chacel, Paco Umbral, Miguel Delibes… Llegué a la barra entre la gente y el camarero tardó en reparar en mí. Hasta que me trajo el café, miré las mesas, todas ocupadas, pero mi atención se detuvo en una.

En ella había cuatro chicos, muy jóvenes; si alguno llegaba a los 20 años, sería un milagro. Hablaban entre ellos con mucha pasión y seriedad, rodeados de cientos de folios manuscritos, de libros y de teléfonos móviles. De vez en cuando, alguno leía algo a los demás de una de esas hojas, y le escuchaban con suma atención. No parecía que fueran apuntes del instituto o de la universidad. Enseguida aquello me recordó escenas de hace más de 20 años, cuando me reunía con otros compañeros en otro Café con solera de Valladolid para hablar de literatura y para leernos nuestros poemas, artículos y relatos, y para hablar de nuestros proyectos que siempre eran muchos, incontables. Éramos cinco o seis letraheridos, locos de las letras, que queríamos escribir y nos bebíamos los libros, los periódicos y la noche. Nos creíamos unos bohemios.

Tuve suerte, y las personas que estaban en la mesa de al lado de aquellos chicos se levantaron y fui rápido a sentarme. Desde allí, podría escuchar todo lo que dijeran. Y cuánto me gustó… Cada uno leyó el texto que había traído escrito y todos lo comentaron; todos dieron su punto de vista con la maravillosa intención de mejorarlo. Y lo hacían con cariño, con compañerismo, con respeto y verdadera amistad; sin envidias ni revanchas, con una mirada pura y auténtica. Después hablaron de los libros que cada uno estaba leyendo en esos momentos, y dieron su opinión, según sus puntos de vista y sus criterios. También hablaron de lo que querían escribir en este nuevo año 2025 que pronto iba a comenzar.
Fue un placer, un inmenso placer. Y hasta me ayudaron sin que lo supieran. Aquellos chicos me recordaron la razón por la que uno se metió en este mundo de las letras y ofreció su vida a la literatura hace ya tantos años: por el goce puro que provoca este oficio. Por ese disfrute, por el experimentar ese placer que con el tiempo se puede olvidar por los roces y las disputas con editores, colegas escritores o con el siempre difícil trato con el mercado. Aquellos chicos me hicieron ver la razón por la que la Literatura se convirtió para mí en algo más que en un pasatiempo o una afición, y empezó a explicarme y a enseñarme a mirar el mundo a través de ella. Y fue una de las decisiones más acertadas de mi vida, de la que no me arrepiento ni creo que nunca llegaré a arrepentirme, ya que la literatura solo me ha dado cosas buenas.

Me gustó mucho encontrarme a esos chicos que eran la imagen misma de aquella tertulia que tuve con otros amigos a principios de los convulsos y decisivos años 90. Amigos y compañeros que también querían ser escritores, pero que ninguno de ellos logró serlo, salvo yo, porque este oficio es muy duro y requiere una clara vocación y una absoluta entrega, a prueba de bombas, a prueba de incontables sacrificios; aparte de tener la suerte de lado en los momentos adecuados, claro que sí.

A estos muchachos que aún no han empezado a vivir, que se están formando, que están llenos de fuerza y de proyectos, les deseé lo mejor, “venga, chicos, seréis capaces de lo que queráis”, mientras me levantaba de esa mesa y me ponía el abrigo. Seguramente uno solo de ellos, o quizá ninguno, llegará a conseguir algo en este camino de tan largo recorrido; pero eso ya se verá. Mientras tanto, disfrutad de la literatura y de la vida, no las diferenciéis, porque al final son dos caras de la misma moneda; porque, como bien decía Pessoa, las dos viven en la misma calle.
Salí del Café con una sonrisa. Qué buen rato. Entrar allí había valido la pena. Pasear por el centro de la ciudad siempre te trae asuntos que te enriquecen el alma. La niebla lo invadía todo. Me subí el cuello del abrigo y volví a perderme por las calles. Esta Navidad había comenzado de una manera diferente, de una manera maravillosa.
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