Vivimos entre la saturación de imágenes perfectas y la indiferencia ante el dolor ajeno. En un mundo donde la violencia se disfraza de normalidad y el bienestar se convierte en simulacro, la verdadera resistencia puede ser tan simple —y tan difícil— como volver a sentir.
Por Claudia Benitez
HoyLunes – Tiempos en los que la amenaza creciente de la guerra se tambalea como una espada de Damocles sobre nuestra cabeza, mientras tratamos de olvidar que está aquí, disfrazada en el aumento de la pobreza, en los múltiples “conflictos” armados, en las guerras abiertas del medio oriente, en la injusticia y en la muerte, las cuales se filtran por nuestras pantallas circulando a diario con la misma facilidad que llega un meme, un video de cocina, un paisaje idílico estéticamente perfectos, creándonos la promesa de una vida sin conflicto, sin aristas, sin sombra.
Prometiéndonos felicidad, bienestar, plenitud, como si la existencia pudiera ser encapsulada en filtros y hashtags.
Vivimos en un bombardeo constante de perfección que nos hipnotiza, que nos enseña a mirar sin ver, a sonreír sin sentir.

Los cuerpos caen, las ciudades arden y nuestra atención, anestesiada, pasa de largo.
La violencia se vuelve ruido de fondo, simples estadísticas.
La brutalidad normalizada y la felicidad impostada va desdibujando nuestra sensibilidad.
Nos habituamos al horror mientras nos anestesiamos con el espejismo del bienestar.
Entre la brutalidad cotidiana y el espejismo de la vida ideal, se despliega un vacío silencioso.
La empatía, antes fuerza vital, se diluye en la indiferencia y la distracción.
Nos acostumbramos al drama y no vemos la tragedia, olvidando que cada historia de dolor es la historia de alguien, de muchos, de todos.

En la cultura del “todo está bien”, nos incomoda más la indiferencia de un like, que cargar con una máscara de felicidad en la que se esconde ansiosamente el vacío de nuestras relaciones.
Quizá lo más peligroso no sea solo el dolor deshumanizado, sino el dulce sopor de intensidad de la felicidad artificial.
Nos enseñan a temer el malestar, a huir de la incomodidad, a ignorar lo que no encaja en la narrativa de la “vida perfecta”, la que promete siempre mas y mejor.
La banalización de la violencia y la hiperestética del “bienestar” erosionan nuestra capacidad de mirar el mundo con ojos y corazón enteros.
Perdemos la sensibilidad hacia lo auténtico, lo imperfecto, lo humano.
Reaprender a mirar, a escuchar, a sentir sin filtros ni saturaciones es un acto de resistencia.

Quizá, al final, la salvación resida en ese equilibrio precario: construir una conciencia despierta, capaz de sostener tanto la belleza como la dureza del mundo; detenerse, respirar, mirar lo que duele y lo que encanta, sin miedo a la monotonía ni a la quietud.
No ignorar la violencia ni anestesiarnos en la ilusión, sino navegar entre ambas con sensibilidad, memoria y presencia.
Porque solo quien mira, siente y recuerda puede resistir la banalización.
Sin necesidad de buscar la alegría de la existencia entre las emociones fuertes y la intensidad de la producción continua de adrenalina.
Solo así podremos recuperar la intensidad de lo humano, construyendo un mundo donde la empatía no sea un lujo, sino un acto diario, necesario y urgente.

#hoylunes, #claudia_benitez
