Entre la fría luz azul y la cálida luz del alma: una reflexión sobre tecnología, empatía y lo esencial.
Por M. J. Ruiz
HoyLunes – Vivimos en un mundo que corre demasiado deprisa. Apenas nos detenemos a mirar quién pasa a nuestro lado; y si lo hacemos, es solo para juzgar el outfit, el móvil que lleva o su apariencia física.
En esa prisa constante se va desvaneciendo la autenticidad.
Queremos todo, desechamos todo, consumimos sin pausa. La moda, la última tecnología, la luz azul de las pantallas que nos atrapa y nos sumerge en universos digitales que nos devoran horas enteras. Todo parece estar al alcance de una huella, pero en realidad nos alejamos de lo que verdaderamente importa, y nada nos llena.
La verdad es otra: a cada imagen, a cada video, a cada publicación en las redes, apenas les damos unos segundos de atención. Segundos de vida. Eso es a lo que hemos reducido la existencia millones de seres: fragmentos de tiempo atrapados en un aparato frío, sin alma, que nos roba la mirada y nos desconecta de lo esencial. Y así seguimos, a la deriva, dejando la empatía en el camino, consumidos por un “yo” que se alimenta de soledad y aislamiento.

¿Es este un plan calculado de los poderosos, una estrategia para mantenernos dóciles, anestesiados? Vemos violencia a diario, tanta, que el dolor proyectado en las pantallas ya no nos desgarra; hemos perdido la capacidad de sentir. Cuanto más pasivos, más fáciles de manejar. Menos voluntad, menos implicación social, más injusticia, menos lucha.
Llegamos al punto clave: ¿qué educación están recibiendo las futuras generaciones?
¿Qué relación construyen con el medio que las rodea, con los demás miembros de la sociedad y con los animales que habitan este mundo con ellas? La forma en que respondan a estas preguntas definirá no solo su futuro, sino también el de todos nosotros.
Y aquí surge otro desafío: la tecnología. No podemos solo entregarla en manos de niños y jóvenes sin preparación previa.
Los padres y tutores deben asumir la responsabilidad de guiarlos, de enseñarles a usarla con conciencia, criterio y humanidad. Su uso debería orientarse a mejorar nuestras condiciones de vida, a desarrollar nuestro conocimiento, a expandir nuestra imaginación de manera eficiente y productiva.
La educación debe reforzar asignaturas como civismo y ética, y recuperar la memoria como herramienta fundamental para desarrollar empatía: recordar nos hace sensibles al sufrimiento ajeno, nos conecta con la historia de otros y nos enseña a actuar con responsabilidad y justicia. La memoria no es nostalgia; es la brújula que nos orienta en la vida.

Los animales. La Ley 7/2023, de 28 de marzo, de protección de los derechos y el bienestar de los animales reconoce a los animales de compañía como seres vivos sintientes, lo que les otorga un estatus jurídico equiparable al de miembros de la familia, pero, a diferencia de los demás miembros, no cuentan con un seguro médico que los proteja. ¿Cómo es posible que no tengan garantizado lo más básico para su cuidado?
Una incoherencia de esta sociedad que presume de avances, como reclamo electoral.
Afirmación: los animales no son juguetes. No son el capricho de un menor cansado de interactuar con máquinas, harto por la sobreprotección y empachado de tenerlo todo, y que siente la necesidad de dominar algo vivo. Afortunadamente, son pocos los adultos que consienten esa desprotección hacia lo que hoy son miembros de la familia. Pero, para todos aquellos que aún no han comprendido la gravedad de las acciones de sus hijos malcriados, les diré que la ley protege a los animales tanto como a sus vástagos, y que deberían levantarse consumiendo menos materialidad y más solidaridad.

Las nuevas generaciones crecen inmersas en un revoltijo de ideologías, pretensiones e incongruencias. Aprenden a desear lo que se supone que los hará felices en segundos, hasta que un día crecen y se topan de frente con la realidad. Y entonces llega la frustración, el vacío, los trastornos que nacen de no haber sembrado a tiempo raíces y valores firmes.
Me doy cuenta de algo: son más egoístas, menos empáticos, y se muestran indiferentes al dolor del otro. Se convierten así en piezas de un juego diseñado por algunos para doblegarnos.
Surge la pregunta que todos debemos hacernos: ¿qué sociedad estamos construyendo?
¿Quiénes somos de verdad? Lo que nos hace únicos, lo que nos distingue, es el alma. Y, sin embargo, demasiadas vidas caminan hoy sin ella, vacías, atrapadas en la ilusión de ser lo que no son.
Los animales poseen un alma pura. Un alma que no necesita apariencias para ser feliz, que da amor sin condiciones, que siente compasión y reconoce el dolor del otro. Nos recuerdan, con cada gesto, lo que significa ser verdaderamente humanos.
Quizás la respuesta esté ahí: en regresar al origen. En volver a la raíz de lo sencillo, de lo verdadero, de lo que no necesita artificios. El camino de salvación no está en más tecnología ni en más ruido, sino en volver a la esencia, donde todavía late la luz del alma y no la fría luz azul de las pantallas.
El cambio comienza en nosotros. Si aprendemos a mirar con el corazón, a valorar lo que realmente importa, a escuchar más y juzgar menos, podremos construir un mundo más humano. Un mundo más consciente, más lleno de vida, donde las almas despierten y se reconozcan unas a otras.
No esperemos que otros nos enseñen a sentir. No dejemos que la prisa, el ruido y la superficialidad apaguen nuestra luz interior.
Cada gesto de empatía, cada decisión consciente, cada acto de respeto y amor es un paso hacia esa sociedad que aún podemos crear. Un mundo donde la vida, en todas sus formas, sea respetada y celebrada, y donde nuestra humanidad sea medida por lo que damos, no por lo que acumulamos.
Volvamos a lo esencial. Volvamos a nosotros mismos. Y desde allí, transformemos el mundo.

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