La Sopera III: La Sospecha

Una madre al borde del abismo descubre que la carta de su hija esconde un secreto y que el vacío puede ser también el inicio de una lucha inesperada.

Por Nuria Ruiz Fdez

HoyLunes – Las horas, lentas, parecían piedras en los bolsillos. Cada tic-tac era un golpe seco contra el pecho de Margarita que recorría la casa sin rumbo, como un animal atrapado en una jaula.

La sopera, quieta en el estante, la observaba con la paciencia de los objetos que han visto demasiadas despedidas. Margarita la acarició con los dedos, como si en la cerámica pudiera encontrar la contestación a sus dudas.
—¿Qué hago ahora? —susurró, mirándola fijamente, como si aquella sopera pudiera guardar la respuesta—. ¿Cómo vivir con este vacío, con esta herida abierta?

El silencio de la cocina respondió con el recuerdo de Lucía. Su niña. Sus ojos de mar, tan parecidos a los de su padre cuando era joven. Su rabia adolescente, que ahora se había convertido en huida. Margarita repasaba una y otra vez las últimas palabras de la carta: «No me sigas». Pero ¿cómo no hacerlo? ¿Cómo no correr tras ella, lo único que le unía a la vida?

La sopera, despierta la sospecha que lo cambiará todo. Fotografía: Ron Lach

Los días pasaron sin noticias. Al amanecer, Margarita salía con el pañuelo rojo de su hija en el bolsillo; regresaba de noche, agotada. Preguntaba en la estación, en los bares, en las tiendas. Nadie parecía saber nada. Los vecinos apenas se atrevían a mirarla: conocían demasiado bien el rostro de una madre rota y preferían callar.

Una tarde, el mar estaba bravo, la espuma sucia arañaba la orilla. Margarita se acercó y, por primera vez, pensó en lanzarse. «Mi niña, si me has abandonado, ¿para qué seguir? Tal vez en el agua encuentre la misma tranquilidad que halló tu padre». Cerró los ojos y respiró hondo. El olor salobre le golpeó la cara como una bofetada. Las olas abrazaban su cadera como brazos de sirena que la invitan a dejarse llevar por la corriente.

Entonces, desde lo más hondo de la memoria, volvió la voz de Mariano, aquel murmullo en su lecho de muerte:
—No olvides vivir, aunque duela.

Abrió los ojos de golpe. El mar rugía con el viento embravecido de Levante y ella retrocedió. Sacó el pañuelo rojo, lo apretó contra el pecho, y comprendió: si la vida la había llevado hasta aquella orilla amarga, no iba a entregarse a la marea sin luchar, como hizo con el fuego cuando lo arrasó todo allí en León. Tenía que resistir. En otro lugar, de otra forma, pero de la misma manera. Por ella. Por Lucía.

Aquella noche, de vuelta en casa, la sopera brillaba débilmente bajo la bombilla desnuda.

La sopera: testigo silenciosa de la memoria y la resistencia de generaciones.

Margarita la tomó entre las manos y, por primera vez en mucho tiempo, la llenó de agua hirviendo y, con pan duro y un poco de ajo, preparó una sopa sencilla. Comió sola, pero en cada sorbo sintió la compañía de las mujeres de su linaje, rodeándola en silencio, recordándole que la vida, aunque queme, aunque ahogue, aunque asfixie, también se recompone.

Al acabar, con los labios aún calientes, tomó una decisión: «encontraré a mi hija, aunque tenga que atravesar medio mundo». Pero antes volvió a abrir la carta. La deslizó entre los dedos, como si quisiera curar una herida. Leyó otra vez: «No me sigas». Y allí, entre las curvas de la tinta, una sospecha brotó como una grieta. «¡Esta letra no es la de Lucía! La forma de la “t”, la presión del bolígrafo sobre el papel, ese trazo extraño…». Algo se revolvió en su pecho: «¡alguien ha escrito esto, ella no ha sido!».

Apenas visible, dejando ver unos ojos intensos y una tensión contenida. Fotografía:Ninette June

La casa, hasta entonces quieta, pareció bambolear como si fuera un barco a la deriva. Y, en ese momento, una silueta desconocida se recortó en la ventana, solo le dio tiempo a visualizar una piel oscura, una dentadura perfecta y unos ojos de melaza. Margarita se quedó inmóvil. Se agarró a la sopera que, entre sus manos, vibró como si también se hubiera estremecido.

Abrió la ventana. La figura la miró con urgencia. Quizá traía una noticia. Quizá una trampa. Margarita respiró hondo, buscó el pañuelo en su bolsillo como un talismán y, con gesto serio y mirada serena, le señaló la puerta: —Entra.
Continuará…

Nuria Ruiz Fdez. Escritora.

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