La sopera VI. La casa del Peñón

En esta sexta entrega de «La sopera», la historia se adentra en las sombras del Peñón de Gibraltar. Lucía es arrancada de su hogar y confinada entre el rumor del mar y los muros húmedos de una casa ajena. Desde allí, entre la amenaza y la fe, la voz de una hija intenta alcanzar a su madre. Lo que parecía un relato familiar se convierte en una travesía por la culpa, la memoria y la fuerza del vínculo invisible que aún las une.

 

Por Nuria Ruiz Fdez

HoyLunes – Resumen — La sopera (I–V)
Margarita Lafuente cuida una sopera heredada que para ella contiene la memoria concreta de su familia: bodas, comidas, adioses. Un incendio arrasó su casa en León; ella solo pudo salvar la sopera y la familia se traslada al sur. En Guadarranque, su marido enferma y muere; la relación con su hija Lucía se hace tensa hasta romperse: discusiones, distancia, deseo de huir de Lucía hasta que desaparece una noche. Margarita encuentra una nota —«Voy a buscar mi futuro. No me sigas. Déjame en paz.»— y, creyéndola de su hija, empieza a buscarla.

Poco a poco salen pistas: un pañuelo rojo en la orilla, la sensación de que la carta no encaja (la letra no es la suya), y la presencia de un joven, Youssef, amigo de Lucía, que afirma que Lucía no se fue por voluntad propia: tiene una libreta y costumbres que la contradicen. La policía muestra a Margarita una foto: Lucía cruzando la frontera hacia Gibraltar con un hombre cuyo perfil deja ver un tatuaje en el hombro. Youssef ofrece un contacto en Gibraltar. En la casa familiar, oculta en una trampilla del sótano, hay paquetes de droga; la familia que dejó la casa (primo del marido) no lo sabía porque la casa llevaba tiempo abandonada. En el capítulo V se revela el secuestro: Lucía es arrancada de su cama por dos sombras en la noche, los secuestradores dejan la nota encima de la mesa junto a la sopera y la lanzan al agua en una lancha que parte hacia el Peñón.


La sopera VI. La casa del Peñón

 

El agua se abría en dos lenguas negras frente a la lancha; el casco cortaba la marea como una cuchilla. Detrás quedaba Guadarranque: unas luces dispersas, el eco de un perro, la costa dormida como un cuerpo exhausto. El viento le pegaba en la cara con ese sabor salobre y metálico que tienen las bahías con historia; el motor vomitaba un olor que se le metía en el estómago. Desde el mar, la parte de atrás de Gibraltar no era otra cosa que una sombra monumental, una roca antigua, vigilante y sin sueño.

Cuando la lancha viró hacia la orilla, el mar se dejó domesticar.

Se despertó con sal pegada en la garganta y un incipiente rayo de sol en el borde de los párpados. No reconoce ese nuevo olor: una mezcla de algas, gasolina rancia y algo de humedad. La lancha —la misma que la trajo— duerme en la arena, inclinada como una bestia rendida. Han atracado en la playa de La Atunara: el horizonte se abre bajo un cielo amoratado y la línea de casas bajas, caladas de mar, parecía contener el viento. Son viviendas humildes, blancas, con puertas y tejas pintadas de colores vivos; una barriada devorada por callejones estrechos, que mira de frente al mar como quien mira a un futuro incierto, y sus gentes observan desde detrás de las ventanas como quien espera a un amor que nunca aparece.

No siente la presencia hasta que la ve: uno de los hombres, -de piel clara y cabello casi blanco, rapado por los laterales-, de pie sobre la arena, se inclina sobre ella para comprobar si ha despertado. Con los ojos entreabiertos observa de soslayo un tatuaje en su hombro descubierto. Son números y letras: 13-KT-04 como si alguien lo hubiera marcado como una caja, no como una persona. No lleva pasamontañas. No le preocupa que ella lo vea; hay en su ademán una confianza irritante, temeraria.

La sopera, ese objeto que sobrevivió al fuego, vuelve a ser testigo: vibra, respira, anuncia el destino.

La sujeta por los brazos, y como dos enamorados cogidos por la cintura, la lleva hasta un coche todoterreno, la sube y arranca. Circula por una calle donde las casas parecen detenidas en el tiempo, un tiempo que para algunos, quizás fue mejor: escasas alturas, zócalos con pintura desconchada, balcones con redes para secar pescados. La casa que la recibe pertenece al barrio: baja, de planta única, con una puerta de hierro verde que se cierra con llave desde fuera. La habitación donde la encarcelan es húmeda y pequeña, con una cama, una mesa, una escupidera y una ventana tapiada. El pasillo huele a puchero. Nadie entra a hablar con ella, la abandonan como a un cachorro en medio de la nada. A veces pasan voces por fuera, palabras que suenan a trabajo, a niños que gritan en la calle, el ir y venir de una familia normal; dentro, la tensa inmovilidad del cautiverio.

Por la noche, el hombre tatuado abre la puerta y Lucía se encoge encima de la cama.
—Toma, shawarma, comer —Le tira una bolsa al suelo.
—Dime, ¿qué hago aquí? —Se incorpora—. Seguro que os habéis equivocado, déjame marchar, por favor —le implora acercándose a él.
—No acercar —La para con una mano grande frente a su cara—. Comer, ya sabrás. —Y cerró la puerta tras de sí con tres vueltas de llave.

Las lágrimas se le escaparon, una se coló entre sus labios con sabor a mar y su estómago le recordó que tenía hambre. Engulló el shawarma como si fuera el último, y con la boca todavía llena de salsa de yogur, intentó abrir la ventana, que atornillada con una chapa se resistió hasta que cayó rendida.

Al día siguiente, el hombre del tatuaje, en una de las pocas ocasiones que habla, saca un teléfono. La conversación es breve; la voz al otro lado suena irritable y precisa. El rumor le llega a Lucía como una ola pequeña, eléctrica.

—Yes, of course, la llevo, no problem, en this morning. —Ese idioma medio español medio inglés atraviesa la puerta.

El tatuado entra y la mira con una mezcla de cálculo y desprecio:
—Solo yo, contigo. Menos miradas, menos preguntas —le dice—. Un gesto raro y… tu madre…la amenaza con un gesto de dedos sobre su propio cuello y la coge por el brazo.
—¿Dónde me llevas? —intenta zafarse de él con patadas en sus rodillas— ¡¡¡No voy a ningún sitio contigo!!! —El tatuado le propina una bofetada que la tumba en el suelo. Un hilo de sangre le llega hasta la oreja, la mejilla le arde como brasas encendidas.
—¡Levanta y calla!

El mismo todoterreno la espera en la puerta, de un empujón la mete dentro. Lucía está paralizada por el miedo, una gota de pis se le ha escapado entre las piernas. No puede pensar ni defenderse.

En pocos minutos, ve como la majestuosa estampa del Peñón se va acercando a ellos. El todoterreno estaciona enfrente. Se bajan. Mira a un lado y a otro, nadie se fija en ella, quiere gritar, pero no se atreve, «no puedo dejar que le pase nada a mi madre, tendré que obedecer hasta encontrar un momento mejor para escapar, ahora no es el momento». Cruzan la frontera a pie. El tatuado, en todo momento, la lleva agarrada por la cintura y algo punzante se le clava en las costillas.

En la casa del Peñón no hay relojes: solo la respiración del miedo y la voluntad de no quebrarse.

Avanzan por el paso peatonal con la normalidad calculada de quienes no quieren atención: rostros serios, bolsas de plástico, turistas despistados. Cruzan la frontera:

—DNI, por favor —le pide un guardia.

El tatuado sin dejar de cogerla por la cintura con un brazo, saca del bolsillo, con el otro, los dos DNI. Lucía mira al policía con los ojos muy abiertos, pero ni siquiera levanta la vista, como si supiera quienes eran, o al menos, eso le pareció. «Tiene que estar compinchado con ellos, no puede ser que no haya levantado la cara para mirar y comprobar nuestros documentos. ¿Hasta dónde son capaces de llegar esta gente?».

Suben a un Audi, también con cristales tintados. Le tapa los ojos otra vez. El trayecto hacia arriba es una sucesión de giros y pendientes hasta que la ciudad y el ruido del mar se alejan: casas de estilo inglés, fachadas que miran hacia Marruecos, jardines que intentan domesticar la brisa.

En una de esas casas el coche aparca. El conductor sin decir ni una palabra se va. El tatuado y Lucía, a empujones y sin ver nada, entran. En el salón le quita la venda. Lucía no sabe dónde está e intenta observar y retener cualquier indicio: muebles que parecen importados con un toque árabe, olor a madera y un gran ventanal con vistas a Marruecos. La mete en una habitación con una cama con dosel y ventanas que tampoco se abren, aunque dejan entrar la luz a través de las láminas de madera.

El encierro cambió de condición pero no de intencionalidad.

Lucía había perdido la cuenta de los días. En la casa del Peñón el tiempo no corría: se escurría.
Afuera, el mar golpeaba las rocas con una monotonía de cárcel. La luz entraba oblicua por los ventanales. Dormía en un cuarto del piso superior, con cortinas de encaje amarillento y un espejo ovalado que devolvía su rostro pálido, que cada vez le era más ajeno. Por la noche oía voces en el pasillo, un murmullo de hombres que discutían en inglés, en árabe, en ese dialecto entre dos orillas que apenas entendía.

El tatuado —al que llamaban Rafa el Rubio— era el que le llevaba comida. Pan, queso, a veces té.

Nunca le hablaba más de lo necesario.

—Cuando todo acabar, dejar libre a ti —dijo un día, sin mirarla.

—¿Cuándo acabe qué? —preguntó ella—.

Pero el hombre ya se había ido.

Lucía empezó a sospechar que el motivo del secuestro no era el dinero, sino algo más enredado. Una tarde, escuchó sin querer una conversación junto a la escalera:

—La caza estaba marcá —decía alguien con un acento andaluz muy marcado—. La mercanzia y lo otro, éhtaba a rehguardo allí.

Nadie debía entrar. Y va la niña y la madre y ze íntalan​ allí.

—El cousin no sabía nada —contestó otro en dialecto llanito—. Esa house estuvo abandonada​ of years.

—Pooo, ya, no —replicó el andaluz—. Tenémo un problema.

Lucía comprendió entonces: no la habían elegido, había tropezado con ellos por azar. Su presencia había destapado el escondite.

Cuatro​ noches después, el hombre del acento llanito subió a verla.Venía impecable, con una chaqueta de lino claro, zapatos de cuero​ y un reloj de oro que brillaba bajo la lámpara. Su forma de moverse tenía la calma de quien sabe que manda sin necesidad de imponerse.

—Are you tranquila? E​spero que yes —dijo.

Lucía no contestó.

—Esto podía haber sido easy —continuó—, pero tu madre se ha movido too much. Fue a la police. Habló with people que no debía. So, now, nos ayudarás a arreglarlo. All right?

Sacó un teléfono móvil del bolsillo interior y se lo tendió.

—Llama a your mother. Say you que tiene que abandonar the house, today, si no the sea acogerá a alguien más.

Le costaba entenderlo, hablaba muy ligero y esa mezcla de idiomas la desorientaba. Lucía lo miró con una mezcla de miedo y rabia.

—¿Por qué no se lo dicen ustedes?

—Because te creerá a ti only —dijo él, con una sonrisa blanca y unos labios finos, tan precisos como un bisturí.

​Lucía apretó el teléfono, pero no marcó aún.

—¿Y si no lo hago?

El hombre se inclinó hacia ella. Tenía los ojos grises, casi translúcidos.

—Entonces, cuando te encuentren, ni ella te reconocerá. —Eso se lo dijo en un perfecto español, como si fuera una frase aprendida.

La sopera pesa más que nunca. En su interior no hay caldo ni ceniza: hay una promesa de búsqueda.

Margarita, en esos días, no dormía. Había estado en la comisaría de La Línea, le habían mostrado una foto de su hija con el rubio tatuado, el amigo le había contado cosas, pero algo le decía que sabía más. No entendía qué pasaba ni por qué su hija iba con ese hombre, pero sí sabía con certeza que no iba por su propia voluntad. Youssef la acompañaba a todos sitios con un silencio expectante​. Cuando sonó el teléfono aquella tarde, la sopera sobre la mesa empezó a vibrar levemente, como si presintiera lo que iba a ocurrir.

Número desconocido. Margarita contestó sin pensarlo.

—¿Lucía?

La voz de su hija llegó desde un lugar remoto, quebrada pero viva.

—Mamá… escúchame… —la voz de Lucía llegó baja, urgente, entre miedo y prisa—, tienes que abandonar la casa… —En ese momento el llanito comenzó a encender un puro que se apagaba incesantemente—. Mamá… escucha con atención… —dijo en un susurro, solapada por el ruido del mechero al encenderse.

Margarita contuvo la respiración.
—¿Lucía? ¿Estás bien? —preguntó, con miedo contenido.
—Sí… estoy… —la joven vaciló—. Yo soy fuerte como una roca, tú eres mi faro y el miedo está alto. —La voz de Lucía era insegura, miró de reojo al llanito que seguía intentando encender el Zippo—. Así que… recuerda bien lo que te he dicho — le dijo en un susurro— … y vete de esa casa, ya —alzó el tono.

Margarita frunció el ceño, confundida, mientras la sopera parecía vibrar sobre la mesa, como compartiendo la tensión.

La llamada se cortó.

—¡¿Qué has susurrado?! —Le quitó el móvil de la mano sin esperar respuesta y la cogió por el cuello—. Si has dicho algo que no debías, no volverás a verla, —sus dedos apretaban cada vez más y casi no podía respirar— ¿entendido? Espero que tu madre te haga caso y mañana esté vacía la casa. —Volvía a emplear un perfecto español.

Margarita se quedó mirando la sopera, pensativa.

Una frase trivial, pero suficiente para saber que tenía que analizarla con más calma. Margarita apretó la sopera contra su pecho, como si ella misma pudiera contener la fuerza de la revelación: sabía que Lucía acababa de darle la clave para encontrarla, pero cuál. El peso frío de la porcelana le dio fuerzas.

—Tranquila, hija… —susurró Margarita, casi para sí misma—. Voy a encontrarte.

Nuria Ruiz Fdez. — Escritora

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