Entre el polvo y el encierro, Lucía navega el mar tormentoso de su pasado, mientras la sombra del Rubio se alarga en el crepúsculo.
Por Nuria Ruiz Fdez
HoyLunes – La casa seguía oliendo a humedad y a tabaco apagado, como si el aire no hubiera aprendido a marcharse. Lucía llevaba días sentada en el mismo rincón, con la espalda apoyada en la pared recubierta de madera vieja, las rodillas recogidas y las manos quietas. No por calma, sino por estrategia. Había aprendido que el miedo, cuando se mueve demasiado, hace ruido y el ruido estorba.
En estos días había tenido tiempo de pensar, demasiado quizás, su cabeza no le daba tregua, pasaba de un pensamiento a otro como pulgas saltarinas. Recordó su vida en León cuando su padre la subía a hombros para pasear por el bosque, y desde lo alto divisaba el monte, los árboles, y cómo la lluvia, a veces, les cogía desprevenidos y llegaban empapados a casa muertos de la risa. Su madre, seria, sin decir ni una palabra, le secaba el pelo y la cambiaba de ropa, aunque vio alguna vez como, a escondidas, le guiñaba un ojo a su padre con una leve sonrisa. Recordó también el día que se incendió su casa, cómo su madre casi pierde la vida por salvar esa sopera que la acompaña desde mucho antes de que ella naciera, “la sopera no se rompe, hija. Pase lo que pase, guarda dentro el camino de vuelta”, eso le dijo después, cuando pasaron la noche en un polideportivo que el ayuntamiento ofreció a los afectados por el incendio. Y recordó el último enfado que tuvo con su madre, “¡Quiero irme de esta casa, me asfixias, me iré para no volver nunca más!”, dejó a su madre en la cocina llorando, pero no le importó, sentía odio, frustración y quería que su madre sufriera como lo estaba haciendo ella. Pero no esperaba que la raptaran, eso no estaba en sus planes, «¡cuánto la echo de menos! He sido demasiado cruel con ella, y ahora estoy aquí, entre estas cuatro paredes, ¡y no sé si podré abrazarla de nuevo y pedirle perdón!…». Los pensamientos no la dejaban dormir y, durante el día, esos mismos pensamientos la arrastraban a una especie de duermevela constante, un bucle del que no sabía cómo escapar.
El Rubio apareció al caer la tarde. Entró sin prisa, como si los segundos le obedecieran. Tenía los brazos descubiertos, era invierno, pero él llevaba una camiseta blanca de tirantes y en su hombro ese tatuaje que lucía continuamente, como queriendo decir algo, como si al llevarlo al descubierto quisieran recordarle algo que solo él sabe. Cerró la puerta con el pie y dejó una botella de agua sobre la mesa.

—¿Tener sed? —preguntó, sin mirarla. A Lucía le pareció que su piel blanquecina se ruborizaba bajo una leve pelusa pelirroja, en la barba.
Lucía negó con la cabeza. Luego, dudó.
—Un poco.
Él sirvió agua en un vaso de plástico y se lo acercó. No era un gesto amable, pero tampoco cruel.
Era algo intermedio, un territorio nuevo.
—¿Cómo te llamas de verdad? —preguntó ella.El hombre soltó una risa seca.
—Ja … Eso qué importar.
—A mí sí —respondió Lucía—. Si me van a vender como si fuera un mueble, al menos quiero saber quién es el único que me ha cuidado todo este tiempo.
El del tatuaje se quedó quieto, su estómago se removió, una sensación extraña que ya ni recordaba lo retrotrajo a un pasado lejano, a cuando tenía veintidós años y el invierno no terminaba nunca, en Kárino, un pueblo perdido al sur de los Urales donde el frío se metía en los huesos y no pedía permiso, donde aprendió a cuidar a su mujer como se cuida una llama en medio de un desierto de hielo, vigilando la respiración en la noche, calentándole las manos con las suyas, contando los pasos hasta el dispensario mientras la tuberculosis le robaba el aire y él le juraba, en voz baja, que no iba a dejarla sola aunque el mundo se les congelara alrededor. Entonces aún no llevaba tatuajes ni silencios encima; solo el peso de aquel amor joven, obstinado, que intentaba mantenerla viva en un pueblo donde el invierno parecía eterno y la esperanza era apenas un rescoldo.
La observó por primera vez con atención. Sus ojos se cruzaron por unos segundos.

—Llamar Rafa, pero todos decir el Rubio —dijo al fin—.
Desde la habitación contigua llegó un golpe seco. Luego, una voz, aguda, cargada de furia.
—¡I want it now! —gritó el inglés—. ¡Estoy cansado de esperar!
El moreno estaba echado sobre el marco de la puerta, sin inmutarse y el móvil aún en la mano.
—Tranqui, illo —le dijo en andaluz—. Youssef ma asegurao que mañana lo tenemos. El cilindro lo tiene él. Espera a mañana.
—Tomorrow, tomorrow… —escupió el inglés—. ¡Siempre tomorrow, estoy harto de estos españoles!
Entró en la habitación como una tormenta mal contenida. Miró a Lucía con desprecio, como quien evalúa una mercancía defectuosa.
—¿Está ready? —preguntó.
—Ser una niña, no estar preparada —respondió el del tatuaje, sin levantar la voz.
El inglés se giró hacia él, sorprendido.
—Don’t get soft now —dijo—. You’re paid to watch her, not to feel. (No te ablandes ahora. Te pagan para vigilarla, no para encariñarte).
El del tatuaje apretó la mandíbula. No contestó. El moreno intentó apaciguar el ambiente. Lucía no quería ni respirar para no molestar.
—Mañana a primera hora sarregla tó. El trato sigue en pie.
El inglés sacó el teléfono. Marcó un número sin apartar la mirada de Lucía.
—Eight a.m. —dijo en voz alta, en inglés—. I’ll have the girl ready. I want the money advanced.
All. Then you can do whatever you want with her. But first, you pay me. (A las ocho de la mañana.
Tendré a la chica lista. Quiero el dinero por adelantado. Todo. Después podéis hacer con ella lo que queráis. Pero primero, me pagáis).
Colgó y salió de la habitación con un portazo. El silencio rebotó entre la chica y el ruso.
Lucía tragó saliva. No lloró. No gritó.
—¿Eso es verdad? —preguntó—. ¿Me van a dar? ¿A quién? ¡Yo quiero volver con mi madre!
Tengo miedo, Rafa, ayúdame.
Él tardó en responder.
—Yo, … No saber… no poder —dijo al fin—. Mañana tú no estar aquí, yo sentir.
—Por favor, por favor, … cof, cof… —Lucía se agarró a su brazo, no dejaba de toser, la humedad se le había metido en los huesos.
El rubio se pasó la mano por la nuca. La tinta, en su hombro, pareció tiritar y recordó aquel día en que su esposa, sin dejar de toser y agarrada a su mano, le pidió ayuda. No quería morir en aquel pueblo inhóspito, helado, donde las medicinas y el dinero escaseaban. Y él no pudo hacer nada por ella, solo acompañarla en su último aliento. Aquella noche, lleno de rabia, después de enterrarla, caminó y caminó con los pies hundidos en la nieve hasta que su cuerpo no pudo más y se desplomó.

Cuando abrió los ojos, estaba en una cama, con una chimenea que caldeaba toda la habitación.
Dimitri había sido su salvador y a partir de ahí, su vida cambió.
—Yo pienso —murmuró— que… no debe pasar esto, no así. —Y salió sin protestar. Antes de cerrar la puerta, miró a Lucía. Fue un segundo apenas, pero en ese segundo no había dureza. Había algo parecido a la culpa.
La noche se estiró como una cuerda tensa. Lucía no durmió, quería llorar, pero las lágrimas no le acompañaban. Pensó en su madre, en Youssef, en su casa de la playa, en el olor a mar. El Rubio, tampoco. Su mente divagaba, sabía el destino de Lucia, la llevarían en un jet privado a otro país, y allí caería en manos de hombres sin escrúpulos. Y ella le había pedido ayuda. Dudaba. Daba vueltas en la cama, debía lealtad a quién lo salvó, a quién lo tatuó como se marca a un animal, a quién le dio una identidad y una nueva vida. Pero ella le había pedido ayuda. «Ayúdame, ayúdame…»
resonaba en su cabeza y se mezclaba con la voz de su esposa.
A las ocho de la mañana, un coche negro se detuvo frente a la casa. El sonido del motor era suave, casi elegante.
El inglés se alisó la camisa. El moreno abrió la puerta. Un hombre con traje de chaqueta negro y camisa blanca, bajó del coche. Abrió la puerta de atrás con cristales tintados, y de él descendió, Dimitri Kóvalev.
Un hombre alto, de pupilas blanquecinas y edad avanzada, entró con paso seguro. Olía a perfume caro y a poder antiguo.
Continuará…
La historia de «La sopera» no concluye aquí, el desenlace formará parte de la publicación del libro, donde la escritora dará cierre definitivo a este recorrido iniciado en HoyLunes.
Nota de HoyLunes
Nuria Ruiz Fdez continuará publicando artículos quincenales en HoyLunes «, en los que abordará la escritura, la memoria y la vida cotidiana desde una mirada personal y literaria. Su primera colaboración llegará a inicios del próximo año.

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