Hay voces que cantan, que transforman. Voces que no buscan el centro del escenario, sino el corazón de quien escucha. Gabriela Castillo es una de ellas.
Por Ehab Soltan
Hoylunes – Gabriela Castillo es cantante y autora argentina, vive en Valencia desde hace más de dos décadas. Su formación en Ciencias de la Comunicación (Universidad de Buenos Aires) y Musicoterapia (Universidad Nebrija de Sevilla) se entrelaza con una sensibilidad artística que ha sabido llevar más allá del escenario. Desde su llegada a España en 2002, ha sido una incansable difusora del tango y el folklore argentino, y una colaboradora activa en espacios de ayuda humanitaria, encuentros interculturales, muestras artísticas y premios literarios. Ha formado parte del Catálogo del Servicio de Asistencia y Recursos Culturales (SARC) de la Diputación de Valencia.
Gabriela no solo canta: narra, inspira, acompaña. Ha compartido su historia como mujer migrante en universidades, escuelas y centros culturales, dejando una huella profunda en docentes, estudiantes y colectivos diversos. Ha editado cuatro discos —algunos en coautoría con otros músicos— y se encuentra trabajando en el quinto junto al compositor argentino Cuti Carabajal. Cada una de sus presentaciones es también un recital de palabras, donde sus poemas y relatos acompañan la música en un formato íntimo y sanador.
Desde 2017, ejerce como música de la salud en hospitales, residencias y centros sociosanitarios, ofreciendo algo más que canciones: una compañía capaz de aliviar, de invocar la memoria, de sanar. Trabaja con niños y adultos con parálisis cerebral, síndrome de Down, y con personas mayores, conectando con ellos a través de melodías que despiertan emociones dormidas.
Su proyecto de podcast «La equilibrista» es una invitación a repensar lo cotidiano, con diálogos lúcidos sobre cultura, salud y desarrollo personal. En su blog plantea debates cercanos y necesarios, sin grandilocuencias, pero con una claridad que conecta con quien la lee.

Gabriela Castillo escribe, canta, conversa y acompaña. Lo hace desde la vida que ha vivido y desde los lugares donde la música se vuelve puente, palabra y refugio.
En esta conversación, entre acordes, silencios y recuerdos, descubrimos lo que la música puede sanar y lo que las palabras todavía pueden revelar. Gabriela nos abre las puertas a su universo interior, donde el arte no se separa de la vida, sino que la abraza.
La poesía es el alma de la música y siempre lo ha sentido así desde muy pequeña. Todavía recuerda a aquella niña de diez años seleccionando sus discos de vinilo, sacándolos de los estuches de cartón, y limpiando la púa de pelusas para que comenzara a leer los surcos del aro negro, sobre la plataforma giratoria. Era un ritual fascinante.
“Había comenzado a rasguear las primeras canciones del repertorio argentino y, como un simple juego, podía adaptar la tonalidad de las zambas y de las chacareras a mi registro de voz. Disfrutaba de las historias de aquellas letras, estructuradas en estrofas y estribillos, que describían perfectamente lugares y narraban amores, desconsuelos, victorias y tragedias. En mi propia piel, sentía la emoción de las palabras cantadas y deseaba tener la virtud de escribir y componer desde el corazón” —comparte.
Así fue descubriendo a grandes letristas y compositores, personas que tuvieron la genialidad de plasmar la vida cotidiana y sus vivencias a través de metáforas y de otros recursos literarios a través de la música. El repertorio argentino y latinoamericano está plagado de duetos extraordinarios; en el folklore y en el tango tenemos notables ejemplos, como Le Pera y Gardel, o Castilla y Leguizamón, y también personalidades “fuera de serie” que escribían y componían auténticas joyas musicales como María Elena Walsh, Eladia Blázquez, Juan Falú y otros tantos.
Muchas canciones de letras sencillas suelen tener la capacidad de transmitir un profundo mensaje desde el plano personal y social. En el caso del bolero, las obras más exquisitas son aquellas que dicen mucho más en “lo que no dicen” y que han sabido sintetizar de una manera perfecta situaciones dolorosas o conmovedoras como el caso de «Dos Gardenias», «Bésame», etc.; en el tango podemos encontrar el caso opuesto, donde las emociones se expresan de manera literal o visceral en muchos casos, especialmente cuando el tango, en sus orígenes, era un reflejo de la transgresión social.
Otros géneros como la bossa nova nos embelesan en melodías y acordes exquisitos, teniendo enormes representantes de su género, al igual que la canción de autor latinoamericana, presente en la segunda mitad del siglo XX. Desde muy pequeña sintió gran interés por lograr esa simbiosis entre la poesía y la música, pero también supo que era un proceso que debía aprenderse y madurarse, como la vida misma. En su experiencia de componer, se ha desvelado noches enteras pensando en cómo hacer rimar un par de versos y no descansar hasta resolverlo. Seguramente la inteligencia artificial podría facilitarle la tarea, pero prefiere disfrutar de ese momento de gloria o de “eureka” cuando consigue dar con la palabra exacta.
Comenzó a componer sus primeras canciones en la adolescencia. Como tantos chicos y chicas de los barrios periféricos de la provincia de Buenos Aires, acudía a las parroquias o a los clubes sociales donde confluían familias de distintos orígenes, clase obrera, migrantes y estudiantes. Siempre se conectó con “lo espiritual” desde la música y nunca ha dejado de prevalecer en sus obras. Con un sentido de trascendencia de la vida, permaneció en sintonía con la realidad y con el momento social que les cruzaba en la vuelta de la democracia de los años 80. La gran artista Mercedes Sosa fue su principal referente, quien volviendo del exilio, la acercó a músicas de otras latitudes junto a enormes artistas latinoamericanos, incorporando todo ese conocimiento a su incipiente repertorio de aquellos años.
Desarrolló una profunda admiración por la música de autor y esto ha marcado su forma de escribir y componer hasta el día de hoy. La influencia de poetas y escritores como Jorge Luis Borges, Mario De Benedetti, Julio Cortázar, Pablo Neruda, Alfonsina Storni y otros, han sido una fuente constante de inspiración para su obra. Cada palabra, cada verso, se convirtió en una huella que buscaba reflejar el mundo exterior, las emociones más profundas que nacen del alma.
Aunque tuviera que componer música comercial, no podría hacerlo sin alguna pincelada poética que conmoviera al espectador, siempre fiel a su estilo al que no quiere defraudar. Ha compuesto en géneros pop, bossa nova, boleros, tangos, folklore y boleros, y los ha incorporado al repertorio de un mismo concierto sin sentir que pudieran contradecirse.
Hay géneros más afines a desahogar emociones que otros, o que permiten mayor expresividad, dulzura y sosiego, y siempre ha tenido la capacidad de ensamblarlos de una manera que se sienten como un todo, como un viaje emocional donde cada uno tiene su lugar.
Cuando emigró a España, encontró sobrados motivos para cantar y contar desde una nueva perspectiva. La experiencia migrante la colocó frente a desafíos inéditos, que comenzaron a filtrarse naturalmente en las temáticas de sus canciones. Empezó a explorar, casi sin darse cuenta, la historia de una mujer que deja atrás lo conocido y se lanza a lo incierto, buscando sentido en un momento crucial de su vida. En ese nuevo escenario, todo adquirió otro peso, otro color. La vida misma cobró un valor más profundo, más urgente, y también más revelador. Así emergió como una nueva mujer artista, atravesada por la necesidad de reinventarse para ofrecerle a su familia un horizonte diferente. Le esperaban enormes sacrificios, pérdidas que dolieron hondo, renuncias que dejaron huella… pero también gratificaciones inesperadas, nuevos vínculos y una sensibilidad renovada. Todo eso fue moldeando su forma de componer, y en cada canción que nacía, se oía con más claridad el eco de una vida vivida con intensidad, desde el desarraigo y la esperanza.
Desde 2017, su experiencia como música de la salud la ha llevado por hospitales, residencias geriátricas y centros sociosanitarios, donde ha compartido canciones con personas de todas las edades y con distintas patologías. En esos espacios donde la fragilidad humana se muestra sin máscaras, la música se convierte en un puente, en una caricia, en un lenguaje que no necesita explicación. Allí descubrió otra forma de mirar la vida, otra manera de narrarla, y esa mirada se filtró inevitablemente en su obra. El disco “La vida para cantar” nació precisamente de esa vivencia: es un compendio de historias reales que reflejan el dolor, la incertidumbre, el sufrimiento de tantas vidas truncadas, pero también la enorme fuerza de los procesos de superación personal.

Elegir entre sus propias canciones le resulta ingrato. Sería como arrancar los gajos de una planta que creció con esmero, alimentándose del mismo tallo madre. Cada canción tiene su momento, su raíz, su floración particular. Algunas han sido más representativas o más celebradas, sí, pero todas le conforman. Todas le enorgullecen. Porque incluso aquellas que no tuvieron gran impacto, germinaron desde lo más íntimo de ella, y siguen siendo parte esencial de lo que es como artista y como mujer.
Hace una excepción esta vez, porque hay canciones que no solo fueron escritas: se le tatuaron en la piel del alma. Cuatro de ellas marcaron una página indeleble en su historia personal, pero «La voz de mis silencios» ocupa un lugar central, porque nació de un desgarro. Fue escrita en los primeros momentos de su llegada a España, cuando la certeza de que nada volvería a su cauce anterior le golpeaba con fuerza. Comprendió, entre lágrimas y silencios, que todo lo que había dejado atrás no regresaría, que ese mapa de afectos, rutinas y seguridades había quedado en otro hemisferio. Pero también supo —como se saben las cosas que no se explican— que ese presente, tan incierto como fecundo, le estaba forjando. Iba a abrir un camino nuevo, inimaginable.
Y así fue. De aquel torbellino de emociones nació esta canción, que sigue hablándole en los momentos de duda, cuando necesita recordar que hay una voz que permanece, incluso en los silencios.
Donde dejé olvidada
esa rosa de los vientos,
aquel mapa bien trazado
que sopló en mi vida una razón.
Fue aquel destino impune
que arrancó de mis certezas,
esa página ya escrita
sin darme una sola explicación.
Sin quererlo, esta tierra
fue una isla en mi naufragio.
Nació a orillas de aquel mundo
un canto nuevo en mi corazón.
Ya no soy quien piensa igual
ni es el mismo camino el que empecé.
Vuelvo a oír esa voz en mis silencios.
Es la fe que no quiero ya perder.
Ya no soy quien piensa igual.
Hay canciones que llegan como una ráfaga, en medio de la tormenta, y otras que nacen después del vendaval, cuando el alma comienza a encontrar nuevamente el aliento. “Serenidad” fue una de esas canciones. Llegó varios años más tarde, cuando las circunstancias difíciles ya habían sido transcurridas y superadas, no sin cicatrices, pero sí con una nueva fuerza: la del trabajo constante y una conexión espiritual que la sostuvo en el silencio. También los momentos de calma merecen su canción. Porque hay paz que no es quietud, sino logro. Porque hay pausas que son conquistas.
Deseo el cielo de cualquier patria
en el que pueda colgar mi sueño.
De cien estrellas hacer mi almohada
mientras la luna me cuenta un cuento.
Deseo el silencio, un mar en calma,
y un suave viento que ondee mi pelo.
Que no me alcance ni una palabra
que diga mucho o diga menos.
Llegar a ti
Poder hallarte donde alguna vez
el corazón partió en dos
aquel mismo camino
Creer, sentir tu piel
enamorándome.
En otro momento de su vida, en una sala de la Cruz Roja de Valencia, conoció a niños con parálisis cerebral. Se acercó a ellos desde la música, pero terminó aprendiendo lecciones imposibles de no cantar. De aquel contacto nació un poema que luego se convirtió en una nana: “Pídeme”. Una canción-homenaje a esas pequeñas almas luminosas y a quienes, con vocación inquebrantable, trabajan por su dignidad, su bienestar, su alegría. En sus miradas descubrió galaxias completas.
Con una canica te invento un palacio,
jardines de lirios y un caballo alazán.
Con una gotita te invento una isla,
sirenas, tesoros que puedes buscar.
Pídeme, pídeme
mi niño, mis ojos te quiero cantar.
Tengo un verso, una guitarra
dibujada en la pizarra
cuando quieras pintar.
De un lego amarillo te invento una nave,
galaxias de espuma y un amigo espacial.
De un lazo turquesa te invento una playa
arena de azúcar, caballitos de mar.
Pídeme, pídeme
mi niña, mis ojos te quiero cantar.
Tengo barcos, ballenas,
tengo lunas y estrellas
cuando quieras volar.

La canción “Mi casa” nació también como un poema, escrito en una pausa íntima donde volvió la mirada hacia lo esencial. En la naturaleza encuentra el eco más honesto de su ser. Si pudiera elegir su último aliento, lo querría allí, entre campos calmos, abrazada por árboles que no exigen nada, que solo ofrecen. Esta canción le recuerda que ese hogar existe, aunque aún no lo haya habitado.
La casa que sueño un día tendrá
un sendero de piedra y flor manzanilla.
Hará que perfume mi paso al llegar
y abrace tristezas en la bienvenida.
La casa que sueño un día tendrá
un nogal y un cerezo de copa muy ancha.
Sus frutos caerán a mis manos, verás,
y harán que me curen heridas del alma.
Aquí el corazón se entrega sin prisas
Tranquila la tierra, me espera y espera.
Y hoy, mientras avanza en la creación de su quinto disco junto al querido compositor argentino Cuti Carabajal, sigue descubriéndose en las canciones. Una de ellas, “En mis hijos”, es el reflejo más transparente del amor que la sostiene. A ellos, sus hijos, les debe la confianza en sí misma, la alegría de sus días, la raíz que le arraiga y la fuerza que le impulsa. Esta canción es su forma de agradecer, de dejar testimonio, de decirles que en ellos estará, más allá del tiempo.
Miro atrás y el camino que he dejado
los aciertos, los errores, las heridas
y veo en los ojos de mis hijos
la razón de mi alegría.
Llego aquí con el corazón abierto
en la última estación de mi destino
viviré en las coplas a mi muerte
cuando arrase el fuego y el olvido.
Yo soy semilla y universo
como un árbol que da sombra y da cobijo
en la tierra fecunda eché raíces
donde vi crecer las aves de mis nidos.
Soy el tiempo infinito que regresa
soy la luz de la estrella más distante
en mis hijos estaré volviendo
cuando rían, cuando lloren, cuando canten.
“La música tiene una capacidad única: puede habitar el tiempo, transformarlo, envolvernos en una atmósfera emocional y sensorial que convierte cada instante en un territorio irrepetible. Una canción no sólo se escucha; se vive, se respira, se recuerda desde el cuerpo entero. Puede situarnos en un contexto preciso, crear un universo y, al mismo tiempo, abrirnos a lo desconocido” —nos revela.
No le resulta ajena la sensación de estar ante una escena cinematográfica y saber, sin lugar a dudas, que lo que la conmueve no es sólo la imagen, sino aquello invisible que la sostiene: la música. ¿Cómo no rendirse ante el poder evocador de las obras de Ennio Morricone, John Williams, Hans Zimmer, Danny Elfman, Jerry Goldsmith, Vangelis, Alan Silvestri o Max Steiner? En cada una de sus composiciones hay un diálogo con la emoción humana, un susurro que habla de nuestros miedos, nuestras búsquedas, nuestras revelaciones.
Del mismo modo, la música ha tendido puentes hacia la literatura. Hay canciones que nacen de las páginas de una novela, como si una historia literaria no pudiera terminar sin antes convertirse en melodía. Piensa en Kate Bush y su desgarradora “Wuthering Heights”, que dio voz a la tormenta emocional de Emily Brontë. O en David Bowie, cuya obra “The Man Who Sold the World” resonó con las ideas de Nietzsche, al igual que su disco “Diamond Dogs”, que se inspiró en el universo distópico de Orwell. Pink Floyd, por su parte, no sólo se sumergió en “Rebelión en la granja” con “Animals”, sino que ha creado álbumes completos con estructura narrativa puramente literaria. La música, cuando se encuentra con la palabra, no la embellece: la amplifica.
En 2016, Bob Dylan recibió el Premio Nobel de Literatura. Aquello no le sorprendió. Sus letras tienen un aliento poético, una honestidad lírica que va más allá del pentagrama. Lo celebró como se celebra el reconocimiento a una verdad largamente intuida: que las canciones pueden ser también literatura viva.
En su quinto disco, que está construyendo junto al compositor argentino Cuti Carabajal, una de las canciones está dedicada a una mujer que merece ser rescatada del olvido: Juana Manso. Docente, periodista, escritora argentina. Su historia de vida, desgarradora y luminosa, fue escrita entre exilios, luchas y convicciones profundas. En el siglo XIX, cuando el mundo parecía no tener oídos para una mujer libre, Juana alzó su voz.
Exilio y refugio la llevan tan lejos
La sangre de hombres se riega en los campos,
la melancolía la trae a su tierra
que sigue doliendo y también amando.
Su luz es un faro en noches profundas
que siempre resiste a las sombras del miedo
y en la soledad de las aulas vacías
imagina un mundo que nunca entendieron.
Mujer espíritu libre
derrama en los libros su lucha y dolor
a Juana la vida le pasa distinto
el eco del tiempo reclama su voz.
Componer una canción es, en sí misma, una experiencia literaria. Las palabras tienen un ritmo interno, un latido propio. Hay frases que contienen ya una melodía escondida. A veces, esa melodía nace de una estructura precisa; otras veces, simplemente llega, como un silbido leve que cruza la habitación y nos alcanza sin previo aviso. Una canción puede nacer de la técnica, sí, pero siempre termina dependiendo del alma.
La posibilidad de componer desde el acervo emocional, desde ese rincón íntimo donde guardamos vivencias, lecturas, imágenes y heridas, es para Gabriela Castillo la mayor recompensa que le ha dado la vida como cantante y autora. Más allá del reconocimiento, más allá del aplauso, está ese momento mágico e irrepetible en el que algo que no existía empieza a vibrar en el aire. Esa es la verdadera creación. Ese es su lugar en el mundo.
Después de conversar con Gabriela Castillo, me quedó una sensación de quietud y hondura. Su manera de hablar, de recordar, de componer desde lo vivido, me llevó a un lugar donde las palabras pesan lo justo y las emociones no necesitan adornos. Fue como escuchar una voz que canta, que comprende. Y al final, sentí que había hecho una entrevista, que había asistido —en silencio— al nacimiento de algo verdadero.
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