De la novela «LLuvia Negra» Cap. 4 (https://2u.pw/OGHsb0DX)

Me olvidé de mí misma —me dijo—, mientras el tren se deslizaba por los túneles del metro de Londres. Dejé de ser mujer, dejé de ser persona.

 

Por Ehab Soltan

Hoylunes– «Algunos amores empiezan como promesas y terminan como cadenas invisibles»

En ese momento me asaltó el recuerdo de mi amiga Margarita, a quien conocí por casualidad en el metro de Londres y cuya amistad atesoro.

Margarita siempre tenía una sonrisa en los labios cuando la veía, incluso cuando sus ojos gritaban que algo dentro de ella se rompía en silencio.

El recuerdo está muy presente, la conocí por circunstancias de la vida en el metro. Era una mujer: con carácter, segura de sí misma, respetuosa y educada, con una alegría única, que contagiaba su entorno y llena de vida. Ella, tenía ilusiones, deseos de comerse el mundo y triunfar en su carrera. Nos encontrábamos frecuentemente, los horarios coincidían, hicimos una bonita amistad.

Recuerdo cuando su boda estaba próxima, anhelaba vivir con el hombre que amaba y se suponía la haría feliz. Su boda fue el sueño de cualquier mujer, pero ese era el único recuerdo que guardaba de ese sueño que perdió al despertar y enfrentar la realidad.

Pasaron los meses y el cambio en ella cada vez era más evidente, la seguridad y alegría que la caracterizaban se habían ido poco a poco, ya no era la mujer segura que conocí, se veía apagada, marchita, quería preguntar ¿Dónde estaba la mujer que conocí? ¿Dónde quedaron sus sueños? Margarita ya no era la misma, en poco tiempo la mujer que conocí se había perdido en la desesperanza, hoy era lo contrario de lo que fue un día, insegura y triste, ya no resplandecía, su belleza se perdía en el umbral de sus angustias que comenzaban donde terminaba su dolor. Fui testigo mudo mientras la veía deteriorarse día a día, mi admiración llegó a convertirse en compasión ¡Pobre mujer!

¿Quién robó tu sonrisa? Mis ojos observan y mi boca calla, quiero preguntar ¿quién bebe a sorbos tu vida?

«No», nunca pude preguntar, no quise hacer evidente lo que ella trataba de disimular, el día llegó y la tristeza venció las apariencias…

—Me olvidé de mí misma —me dijo—, mientras el tren se deslizaba por los túneles del metro de Londres. Dejé de ser mujer, dejé de ser persona. Me convertí en un adorno en mi propia casa, en una sombra sin voz.

Recuerdo el escalofrío que me recorrió al escucharla. Margarita, la misma mujer que antes irradiaba seguridad, la que soñaba con un amor eterno, ahora hablaba con la voz apagada de quien ha perdido la batalla contra su propia vida.

—Él me decía que me amaba —continuó—, pero con cada gesto me demostraba lo contrario. Me llenó de palabras bonitas hasta que dejó de necesitarlas. Me dejó sin alas, me hizo dudar de mi propio reflejo en el espejo.

Margarita sollozaba frente a mí, en medio del ajetreo del metro de Londres. Nadie se detenía, todos parecían ocupados en sus propias vidas, pero sus miradas eran cuchillos que nos atravesaban. Sentí rabia, no por ellos, sino por la crudeza de su dolor, por la injusticia de su destino.

—Margarita… —susurré—, colocando mi mano sobre la suya, temeroso de que se rompiera aún más si la tocaba demasiado fuerte.

Ella se secó las lágrimas con torpeza y trató de recomponerse, pero su rostro aún estaba marcado por la tristeza que le carcomía el alma.

—Me he convertido en una sombra —susurró—. Una sombra que se arrastra detrás de un hombre que ni siquiera me ve.

Guardé silencio. A veces, las palabras sobran cuando el alma sangra.

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