En la orilla amarga solo halló la arena desierta, las olas que se tragaban las huellas y su pañuelo rojo, empapado y enterrado a medias. Lo recogió con manos temblorosas, lo apretó contra la cara y se quedó allí, con la mirada perdida en un paisaje que no reconocía…
Por Nuria Ruiz Fdez.
HoyLunes – Pero esa historia —la verdadera— empezó unas horas antes. Lucía no podía dormir. El calor era sofocante, podía atraparlo entre las manos sudorosas; un ventilador de techo movía el aire seco de poniente, un mosquito le zumbaba al oído y con leves manotazos intentaba quitárselo de encima. La última discusión con su madre había sido intensa y cargada de reproches. Palabras afiladas cortaban el aire: acusaciones de desobediencia, gritos por salir tarde, miradas de decepción que dolían más que cualquier golpe. La madre no entendía sus silencios, y Lucía se sentía atrapada entre la culpa y la rabia, con el corazón latiendo a desbordar mientras cada frase se clavaba en su pecho. Y la conversación con Youssef por la mañana, seguía latiendo en su cabeza como un tambor lento y obstinado que alternaba uno y otro recuerdo.
—Hoy he encontrado algo raro en la casa —le había contado mientras caminaban por el patio del instituto—. Una trampilla en el suelo de una habitación que no usamos, llena de trastos del primo de mi madre, el que nos dejó la casa cuando vinimos de León. Cuando la abrí… había una escalera. Bajé con la linterna y me encontré… cajas y sacos amontonados, de olor dulce y penetrante que casi me mareo. Cuando abrí uno de ellos, había montones de bloques rectangulares envueltos en plástico transparente, de marrón oscuro casi verdoso, ¡me dio un asco! Estaban apilados unos sobre otros, emitían un aroma intenso, pesado, que parecía impregnarse en el aire después de haber escapado de su caja completamente sellada con cinta aislante. Youssef la miró con los ojos muy abiertos y la campanilla le subía y bajaba por el cuello al tragar con lentitud: —No se te ocurra volver a entrar ni contárselo a nadie.

Olvídate de eso y ten mucho cuidado. Yo indagaré quiénes son los dueños, pero… —suspiró, y su voz se volvió más baja, cargada de miedo— no digas nada a nadie. ¿Vale? Nos vemos mañana. —Le agarró por los hombros y se lo hizo prometer y quedaron para verse de nuevo al día siguiente.
Afuera, el pequeño pueblo de no más de 150 habitantes, respiraba en silencio. Desde la ventana, el Peñón de Gibraltar dormía al otro lado de la bahía, negro y majestuoso, apenas delineado por las luces del puerto. Solo el agua murmuraba, arañando la arena blanca de la orilla.
Entonces, un sonido quebró la calma: el motor de una lancha que se acercaba desde la oscuridad del mar. Al principio fue un rumor distante, un rugido grave que iba creciendo, adentrándose por la boca del río. Nadie hablaba, no se oían voces; solo el ronroneo insistente del motor que parecía medir la noche con su ritmo. De pronto, se detuvo. El silencio que siguió fue casi físico, una tensión suspendida sobre el agua. Se escuchó el golpeteo leve de algo contra el casco, un movimiento rápido, como si alguien descargara un peso o saltara a tierra. Después, nada. Solo el resuello del río y, al fondo, el Peñón, testigo de sombras y secretos, inmóvil y eterno.
Lucía no le dio mayor importancia, había escuchado esos ruidos nocturnos más de una vez y se tapó la cabeza con la sábana a pesar de la calor y se dejó llevar por el sueño.

Minutos después, dos sombras atravesaron la ventana que estaba abierta. Lucía se destapó y no pudo reaccionar. Uno le sujetó los brazos y las piernas; otro, le tapó la boca con un pañuelo que rozó su nariz y todo se volvió lento: los bordes de la habitación perdieron las formas y las voces —susurrantes—, pasaron a ser un rumor amortiguado. Solo pudo acordarse del pañuelo rojo en su muñeca, regalo de su padre en su último cumpleaños, meses antes de fallecer, y un temblor la recorrió para desvanecerse por completo.
Uno de los secuestradores encendió la lámpara de la mesita de noche con una tenue luz. Buscó un papel y un bolígrafo y escribió:
—Voy a buscar mi futuro. No me sigas. Déjame en paz.
Con sigilo, lo dejó en la mesa del salón junto a la sopera y, por un instante, pareció que contenía un suspiro. Sus curvas de porcelana reflejaban la luz como si pudiera ver, y cada asa tembló levemente, como queriendo alcanzar algo que estaba fuera de su alcance. Observó cómo los pasos se alejaban, cómo la sombra de los secuestradores se desvanecían, incapaz de intervenir, atrapada en su silencio. La sopera quedó allí, rígida y alerta, testigo impotente de lo que ocurrió aquella noche.
Al trasladarla, la ventana de madera chocó de forma estrepitosa contra la pared de la habitación; en el silencio de la noche, el portazo sonó como un eco moribundo. Corrieron con la joven a hombros, como un saco. La arena húmeda se pegaba a sus pasos mientras avanzaban hacia la orilla.
No hubo tiempo para dudar: saltaron a la lancha. El motor rugió al instante y se alejaron, dejando atrás el silencio y la oscuridad.

En cuanto oyó el portazo, Margarita se incorporó en la cama. Se había tomado una pastilla para dormir, como todas las noches, pero aquel portazo la despertó. Margarita salió, descalza y asustada, al salón. Allí encontró sobre la mesa un papel doblado, con la letra temblorosa de su hija: “Voy a buscar mi futuro. No me sigas. Déjame en paz».
Entró en su dormitorio y vio la cama vacía. El corazón le dio un vuelco.
Continuará…

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