Cómo los medios transforman la temporada navideña en una pedagogía emocional y lo que aún podemos rescatar de su resplandor.
Por Claudia Benítez
HoyLunes – Todo brilla: los escaparates se llenan, las familias perfectas asoman sus rostros en las calles, los abrazos son de catálogo, las películas y las canciones se repiten, los árboles no pierden una sola hoja. Es el mar de mermelada en el que nos hundimos cada año —esa dulzura uniforme que promete amor eterno a cambio de obediencia al guion, pertenencia a un grupo y al consumo.
Nos dicen que la felicidad se viste de rojo, que el amor se mide en envoltorios, que la plenitud cabe en un carrito de compras. Y nosotros, espectadores dóciles, aprendemos a interpretar el papel que nos corresponde, ser anfitriones radiantes, testigos sonrientes del mismo guion repetido ese que nos dice lo que “deberíamos” ser para sentirnos completos.

En medio del resplandor se cuela la sombra de la realidad. La culpa de no tener, de no poder, de no encajar en la postal luminosa. El brillo ajeno amplifica la carencia propia y el silencio de quienes no celebran se vuelve una nota disonante que el espectáculo no tolera. La maquinaria mediática produce no solo ilusión, la soledad se hace enemiga, es el tiempo en el que la melancolía de lo que no somos nos llena de frustración. En esa contradicción se revela la fuerza del dispositivo, no solo promete felicidad, también la condiciona.
El idilio transforma esta temporada que comienza en noviembre y termina en enero, en una pedagogía sentimental. Nos prepara psicológicamente para participar en una fiesta que, más que un acontecimiento íntimo, se ha convertido en una puesta en escena colectiva. Las imágenes repetidas: la nieve, el árbol, el beso bajo el muérdago, funcionan como un lenguaje simbólico que dicta cómo debemos sentir. La diferencia o la tristeza, en este contexto, son fallas del sistema emocional impuesto.
Así, los medios no solo preparan la temporada: preparan nuestras mentes. Nos adiestran en la nostalgia prefabricada, en la alegría de catálogo, en la pertenencia a un sueño común que se deshace en enero.
Frente a ello, tal vez el gesto más radical sea observar el espectáculo sin participar del todo: encender las luces, sí, pero sin olvidar que detrás del brillo también hay una coreografía que nos enseña, cada año, cómo debemos amar y cómo debemos consumir.

Quizás por eso, más que resistir, necesitamos recordar.
Recordar que esta temporada no es un decorado, sino un gesto: la mirada que se cruza sin guion, la voz que tiembla al decir te extraño, el abrazo que no necesita filtros.
Recordar que la autenticidad no vende, pero reconoce. Y que tal vez la única revolución posible consista en apagar un momento las luces, escuchar el silencio y permitir que la presencia del otro, real o imperfecta, vuelva a tener lugar.

Porque en el fondo, lo que anhelamos no es la perfección del anuncio, sino el calor de lo compartido.
Un lugar donde no haga falta fingir la alegría para ser vistos.
Un lugar donde ser uno mismo vuelva a ser suficiente.

#hoylunes, #claudia_benitez
