No lo niego: construir un rascacielos sería más fácil que atraer a una mujer desconocida y ganar su confianza hasta forjar con ella una verdadera conexión.
Por Ehab Soltan
Hoylunes– Navegué por aquel sitio en busca de amistades y cada día crecía la frustración. Me parecía un laberinto de ilusiones y desencuentros, hasta que aprendí a leer entre líneas, a observar más allá de las palabras. Poco a poco, comencé a atraer a personas, a conocerlas, a conversar con ellas sin prisas ni expectativas. No lo niego: construir un rascacielos sería más fácil que atraer a una mujer desconocida y ganar su confianza hasta forjar con ella una verdadera conexión.
Con el tiempo, mi visión sobre las mujeres del sitio cambió. Comprendí que cada una era única, irrepetible. Los que afirman que «todas las mujeres se parecen» mienten. Descubrí que eran como flores: ninguna igual a otra, cada una con su propio aroma, belleza y esplendor. Recordé a mi abuelo cuando decía: “No hay diferencia entre las mujeres en la claridad y la sombra, todas son una sola”. Cuánto me habría gustado responderle que incluso dos flores de la misma especie jamás son idénticas; cada una florece a su manera, ya sea bajo la luz o en la penumbra.
Las conversaciones con ellas eran fascinantes y, al mismo tiempo, desconcertantes. Me sorprendía lo que decían, sus formas de ver el mundo, sus historias. Pero lo más curioso era que, cada vez que terminaba una charla, recordaba a mis amigos y me reía de nuestros viejos recuerdos.
Pensé en Samir, aquel amigo que, harto de las discusiones, buscaba casarse con una mujer muda para escapar de la charla incesante. Sin embargo, cuando finalmente encontró a una que lo intrigaba, comprendió la ironía de su deseo. Ella lo rechazó, temiendo que la falta de comunicación los condenara. Y así, Samir terminó casándose con una mujer mayor que él, madre de un niño pequeño, pero con una inteligencia y madurez que supo envolverlo. Al final, aprendió que el amor no es silencio, sino entendimiento.
También recordé a Youssef, un hombre de buen corazón, pero lengua afilada, incapaz de contenerse cuando la rabia lo dominaba. Su carácter explosivo ahuyentaba a las mujeres, que escapaban de sus insultos como de un incendio. Hasta que conoció a una que, en lugar de huir, lo enfrentó con amor y paciencia. Con ella, Youssef cambió. Su fiereza se tornó ternura. Su lengua dejó de ser un arma para convertirse en un puente. El amor, cuando es verdadero, hace milagros.
Me pregunté si yo también encontraría a alguien que transformara mi vida de ese modo.
Porque, al final, todos buscamos lo mismo: un amor que nos salve de nosotros mismos.
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